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Reportaje:

El búnker del deporte ruso

Carlos Arribas

Kislovodsk, 16 de abril, lunes. Cof, cof, cof. La marshrutki se ahoga. Parece que no puede más, que la cuesta en la que jadea será la última que ascienda. Las ruedas patinan en la carretera cubierta de hielo. Nieva. Situación límite en medio de la nada, una pequeña carretera, baches, cunetas mordidas, que asciende desde Kislovodsk, a tiro de piedra de las montañas del Cáucaso, ocultas por la bruma. Chechenia, a 200 kilómetros; Georgia y Azerbaiyán, al otro lado de las montañas. A lo lejos se oyen los ladridos de los perros que hemos dejado atrás, enormes mastines de fauces sanguinolentas a quienes los cuidadores preparaban para una pelea en una era junto a la carretera.

Imperturbable, Misha frena y se vuelve. Enseña media docena de dientes de oro brillando en su boca y exige con gestos que los pasajeros de la furgoneta se sienten lo más delante posible. Dos de ellos se pasan al asiento delantero, junto a Misha, quien acelera con suavidad. Las ruedas delanteras encuentran así una mínima adherencia; el motor, un respiro. El vehículo vuelve a jadear, se desplaza a cámara lenta, patina, pero avanza, ahora acompañado de los vítores de la media docena de periodistas extranjeros que lo ocupan junto a una intérprete, un enlace de la federación rusa de atletismo y otro de la internacional.

En la base secreta no hay máquinas de última generación ni ordenadores. Pesas de toda la vida, sudor, esfuerzo
"Yo no me voy. Lo importante no es el dinero, sino trabajar con atletas a la altura de miambición", opina un entrenador
"En Australia entrenaba solo en estadios perfectos, un aburrimiento. Aquí están los mejores en 40 metros", dice un atleta

Pocos minutos después, la 'marshrutki', la pequeña furgoneta blanca, se detiene de nuevo. Unas imponentes puertas de hierro le cierran el paso. Garitas de soldados en guardia. Alambradas. Un cartel indica que se trata de una instalación militar dependiente del Ministerio de Defensa. Bienvenidos al centro de entrenamiento olímpico de Kislovodsk, creado en 1980 con motivo de los Juegos Olímpicos de Moscú y que por primera vez se abre a periodistas occidentales. Bienvenidos a un mundo en blanco y negro, blanco como los arces nevados, negro como el cielo, como la pista sintética de atletismo, en no mucho mejor estado que la carretera, en la que varios deportistas están corriendo, vuelta tras vuelta, ajenos a los copos de nieve que les blanquean la ropa. Bienvenidos al pasado. Altitud: 1.200 metros. Temperatura: 1 grado. Bienvenidos a la Rusia más Rusia.

"Y esto no es nada", dice alegremente Tatiana Lebedeva, nuestra anfitriona en un mundo que parece salir de una novela de John le Carré, de la guerra fría, de los grandes estereotipos de la Unión Soviética. Puro misterio. "Ha habido días en los que los soldados nos tenían que limpiar la pista quitando la nieve con palas". Lebedeva, de 30 años, es una de las mejores atletas del mundo, campeona olímpica de salto de longitud y plusmarquista mundial de triple salto en pista cubierta con 15,36 metros. Una atleta millonaria que hace dos años se embolsó un millón de dólares como campeona de la Golden League. Está concentrada en el campo de entrenamiento de Kislovodsk como decenas de deportistas de elite más, como todas las primaveras y todos los otoños. "Tres semanas en noviembre, con vistas a la temporada de pista cubierta, y otras tres en abril, para coger la base que me permita aguantar la temporada de verano".

Cuando no está en Kislovodsk o cuando no compite, Lebedeva vive y se entrena en Volgogrado. Un apartamento de 80 metros cuadrados que comparte con su marido, Nikolai, y su hija, Anastasia, de cuatro años. Un lujo. Cuando se queda en Kislovodsk vive tras la puerta número 324, tercer piso, de la residencia de deportistas, en la que se alojan 245 personas. Dieciocho metros cuadrados. Apartamento espartano. Paredes desnudas. Escaleras de hormigón. Plantas de plástico. Dos habitaciones y un minúsculo baño. Ropa por el suelo. Nevera en el pasillo. Tetera eléctrica. Televisor en color. Gran cama que ocupa todo el dormitorio. "Vivo en dos habitaciones anónimas. No tiene sentido traer fotos o cuadros; después de mí las ocuparán otros. Hay seis apartamentos iguales a éste: soy una privilegiada, soy campeona olímpica. Pero este piso es sobre todo su ventana. Me levanto y veo el Elbrus [el monte más alto del Cáucaso y de Europa, 5.642 metros]. Lo veo tan cerca que es como si pudiera acariciar sus dos jorobas, pasar la mano por el centro, que es como una silla de montar. Y respiro un aire increíble".

Mesita con el desayuno, tazas desparejadas, Nescafé, bolsas de té. "Mi entrenador quiere que me entrene al aire libre. En Volgogrado hace mucho frío, aquí el clima es más variable. Ahora está nevando, pero enseguida mejorará", explica en un inglés titubeante, mientras le quita un Actimel a Anastasia. "Su padre se encarga de ella, que va a la guardería, mientras yo estoy aquí. Han venido a pasar el fin de semana. Son nueve horas de coche. Yo trabajo y él lleva la casa. Yo no tengo tiempo".

Lebedeva se entrena en la pista también. Al aire libre. Hace series de velocidad llevando atada a la cintura una cuerda de la que arrastra un trineo cargado con 20 kilos de peso; carreras de batida con la pierna izquierda, multisaltos, saltos desde una plataforma de 50 centímetros sobre un foso de arena helada. Tiene que ganarse su hueco entre decenas de atletas, todos campeones, que se pelean por la recta, por los 100 metros flanqueados por una tribuna en ruinas, gradas de cemento descascarillado por las que pasean los entrenadores, los dioses que todo lo ven.

Como Viacheslav Dogonkin, el entrenador de Lebedeva. Hombre serio, mirada aguda, Dogonkin corrige a Lebedeva sin palabras, con gestos del pie o las manos. Una simbiosis perfecta. Una clave que permite entender por qué los dos prefieren penar en una remota ciudad del sur de Rusia a disfrutar de los placeres de la vida en un país occidental. Yelena Isinbayeva, que también se entrenaba en Volgogrado, lleva más de un año viviendo en Italia, en Formia, con un entrenador ruso, Vitaly Petrov, otro huido. "Sí, me gusta Milán y me encantan Venecia, Amsterdam, Nueva York. Pero sólo para pasear, ir de comparas, visitar museos. Si viviera allí no podría entrenarme tan duro como aquí", dice Lebedeva. "Si no me voy como Yelena es sobre todo porque necesito trabajar con mi entrenador, necesito mejorar mi técnica". Entonces, si Dogonkin, el técnico, huyera, Lebedeva podría irse también. Pero Dogonkin no se va. Y no sólo porque el atletismo ruso haya superado la gran crisis económica de los noventa, de Gorbachov, Yeltsin y la perestroika.

"Aquellos años fueron muy duros", explica Anton Nazarov, el director técnico de saltos del atletismo ruso. "Cuando el Estado soviético, los campeones olímpicos no ganaban mucho dinero, pero conseguían privilegios, como prioridad a la hora de tener una casa. Durante la transición democrática se encontraron con nada, ni dinero, ni privilegios. Y los técnicos, peor aún. Ganábamos unos 100 dólares al mes. Abandonaron Rusia unos 35.000. Pero ahora están volviendo. Putin, como los líderes soviéticos, valora que los éxitos deportivos son una gran arma propagandística, y sabe que los personajes clave somos los entrenadores. Ahora un buen técnico de atletismo puede cobrar hasta 5.000 dólares al mes. Así se ha evitado la fuga de cerebros".

Pero a Dogonkin no le han frenado con 5.000 dólares mensuales. Dogonkin, que rezonga contra las instalaciones de Kislovodsk ?"lo cambiaría todo", dice, "la carretera de acceso, la pista, el pabellón? todo"?, sigue en Rusia "porque en Qatar, donde me darían millones, no hay Lebedevas". "No me voy a marchar de aquí", remacha. "Lo importante no es el dinero, sino trabajar con atletas a la altura de mi ambición. Trabajar sólo por dinero es un aburrimiento. Y no me importa el sistema, comunismo o capitalismo, yo entreno igual".

La base de la escuela soviética de atletismo es la gran importancia que se da a la mezcla del trabajo aeróbico ?por eso se entrena en altitud; por eso los saltadores, antes de empezar con el trabajo específico, corren 5.000 metros por los bosques de alrededor? y el de potencia. Por eso el gimnasio es el lugar más concurrido en Kislovodsk, el centro neurálgico. Por encima de la pista de atletismo, una enorme nave de hormigón con grandes cristaleras en el techo. El pabellón. Suelo de madera resquebrajada, brillante por el uso. Un cuadrilátero de boxeo en el centro. Tartanes de lucha diseminados. Casi todo vacío. Los atletas se agolpan en un rincón, no más de 40 metros cuadrados, el territorio de las pesas. "Aquí también los campeones olímpicos tenemos preferencia", dice Yelena Slesarenko, campeona olímpica de salto de altura, con una gran marca (2,06 metros). "En la cola para utilizar las pesas, los más novatos nos dejan pasar". Las pesas, la disciplina. En la base no hay máquinas de última generación, ni laboratorios secretos, ni sala de ordenadores, ni aparatos rutilantes. Las pesas de toda la vida, los discos oxidados, el sudor, el esfuerzo.

Slesarenko, de 25 años, de Volgogrado también, asume con estoicismo los rigores de su vida deportiva. "Me levanto a las 8.10; desayuno a las 8.30; de 10 a 12.30 tengo la primera sesión de entrenamiento; a las 13.15, comida; a las 14.00, siesta; de 16.30 a 18.30, segunda sesión; a las 19.00, cena; después, masaje, recuperación, trabajo con el fisioterapeuta. A las 23.00 se apagan las luces. Los domingos y los jueves descanso". "No pido más", dice. "Aquí estoy para trabajar. Las tres semanas que paso en esta montaña me dan una gran base".

En las habitaciones no hay teléfono y el wi-fi o el ADSL son una utopía, con lo que se demuestra que se puede ser joven y vivir sin Internet. Pero no demasiado tiempo. No todos. Andréi Silnov, de 22 años, campeón de Europa de salto de altura, alto, boca grande y carnosa, cuerpo de cosaco, es la personificación de lo ruso. "No me voy porque nací aquí y estoy orgulloso de ello", dice. "Y quiero demostrar que este país es fuerte, quiero competir por él, mostrar al mundo su lado bueno". Pero a Silnov le damos a escoger entre el ajedrez o la gameboy y elige el juego electrónico, y habla de cómo chatea con el messenger cuando está en su casa, en Rostov, junto al Don, a 500 kilómetros de Kislovodsk. También habla de diversiones. Habla de la discoteca de la ciudad, en el valle, a 10 kilómetros. Y cuenta lo que antes había relatado Svetlana Cherkasova, ojos del color del arco iris, todos los matices bajo sus párpados, tatuaje permanente de color rosa en la boca, para agrandar sus labios, que pasea por la nieve con el móvil en la mano buscando buena cobertura. "Cuando bajamos a la discoteca, a veces tenemos que volver a pie", dice Cherkasova, especialista en 800 metros. "La carretera está bloqueada y el taxi no puede subir. Así que nos montamos un grupo y llegamos aquí a las cuatro de la madrugada".

Los más jóvenes, discoteca; otros que bajan a la ciudad los días libres se conforman con un cine y una cena. Y los que se quedan los domingos en el centro de entrenamiento tienen el karaoke, que ocupa un lugar estelar en el bar de la residencia, mortecina barra, mesa de billar y cuatro taburetes. Con el micrófono se explayan Lebedeva y Cherkasova. Tienen ya machacadas las pocas canciones que hay en inglés, mucho Beatles, Let it be y Yesterday, y ofrecen, regalo ruso a la concurrencia, un desternillante Kalinka mientras, indiferentes, pasan a su lado los deportistas que salen de cenar, unas galletas o una naranja en la mano, botín con el que disfrutar en la soledad del dormitorio.

"En Rusia somos muy rusos", dice Víktor Chistiakov, apolíneo saltador de pértiga -2 metros de talla- que ha regresado al país después de vivir 10 años en Australia y gasta unas patillas a lo Pushkin que acompañan un alma romántica que sufría -como el Pechorin de Lermontov, el héroe literario de Kislovodsk- de aburrimiento vital. "Los rusos somos a la vez locos y sabios, y entre esos dos extremos nos movemos. Y esto, este campo de entrenamiento es muy Rusia, tan Rusia como se pueda ser. Ya ves, una base militar... Allí, en Australia, me entrenaba en estadios vacíos, en instalaciones brillantes, rutilantes, perfectas, todas para mí solo, un aburrimiento. Aquí todo está oxidado, los edificios tienen grietas, pero está lleno de vida, están los mejores atletas del mundo. Me encanta entrenarme en estas condiciones: los mejores del mundo rozándonos en 40 metros cuadrados".

Lebedeva baja el martes a Kislovodsk para visitar una escuela deportiva. En el gimnasio, una treintena de niñas diminutas empiezan a doblar el cuerpo en las exigentes contorsiones de la gimnasia rítmica. En el patio, la algarabía es ensordecedora: dominan los niños de la escuela de fútbol, financiada por el millonario Abramovich. Todos quieren ser el nombre que figura en sus camisetas, Shevchenko, Ronaldinho, Henry, Fernando Torres... "Mi familia era pobre", dice Lebedeva. "No sé si hubiera sido atleta de haber nacido en la Europa rica. Ahora los niños quieren ser futbolistas, y las niñas, tenistas". Y como si hubiera estado planificado, aparece por allí Svetlana Masterkova, doble campeona olímpica (800 y 1.500 metros) en Atlanta 96. Saluda a Lebedeva y le pregunta cómo va la vida. Masterkova, casada con el ex ciclista Asiate Saitov, vivió muchos años en Valencia. Ahora ha vuelto a Moscú, donde diseña zapatos infantiles. Y cuenta: "Pero este verano me voy a ir a Miami. Allí está mi hija, de 12 años, en una academia de tenis. Y es tan buena que Nick Bollettieri, el dueño, no me quiere cobrar". Bienvenidos al futuro.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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