Espías y poetas
Me cuentan una escena de televisión: el hijo de una cantante de folklore español famosísima, con implicaciones en las tramas policiaco-inmobiliarias marbellíes, es perseguido por las cámaras como motivo de risa dolorosa, pobre joven caído, gordo, que ha cedido a las tentaciones del no hacer nada bueno, juerguista. Es el espectáculo del hundimiento progresivo de un inocente, un asunto al parecer feliz. La bufonería y la ridiculez han sido formas tradicionales de diversión. Al joven hijo de la cantante le ha tocado ser el bufón mudo de estas semanas.
El muchacho sale en coche con unos amigos y, perseguido por las cámaras, se encuentra con otro de su edad, que se acerca al coche. El aparecido lleva un libro en la mano y, a través de la ventanilla abierta, mantiene una conversación con el hijo de la cantante. La voz televisiva que comenta la escena especula, se atormenta: ¿Por qué está tan nervioso el niño del libro? ¿Qué hace con ese libro en la mano? ¿Es ilegal el libro? ¿Oculta entre sus páginas algo ilegal? Esto es televisión de entretenimiento, carcajeante, aunque el estilo recuerde algunos modos indeseables de acoso policial.
Hay una televisión alegre, que juega con el espionaje permanente y manifiesto de las vidas ajenas, enfocada siempre sobre sospechosos sin presunción de inocencia. Más maltratados serán sus personajes cuánto más se resistan a las inquisiciones de las cámaras y micrófonos que los siguen. Cuanto más se resistan al ojo vigilante, más hostigados serán. Este periodismo televisivo-policial-burlesco ha recuperado ahora una tradición muy de España, que ve los libros como algo sospechoso. La Iglesia católica, las comisarías y los cuarteles de aquí han estado casi toda la vida de acuerdo en que los libros son recipientes del mal.
Pero estos días llegan las ferias del libro. La fiesta empieza en Sevilla y se extenderá luego por Granada y Málaga y más allá. Es primavera. Si hay de verdad libros malignos, se convertirán en motivo para un novelón superventas, felicidad para muchos. Me acuerdo de un libro que se llamaba Los libros malditos, de Jacques Bergier, escritor de temas esotéricos dotado de un gran sentido del humor. Bergier hablaba del Orden Negro, sociedad secreta dedicada a destruir libros esenciales para el saber, y señalaba como blancos del Orden Negro el manuscrito Voynich, escapado de la destrucción porque resultó indescifrable, o el peligrosísimo Excalibur, que vuelve loco a quien lo lee. El autor y propietario de Excalibur es el escritor de ciencia ficción Lafayette Ron Hubbard, descubridor de la cientología, que recorría el mundo en un barco en cuya caja fuerte bogaba Excalibur.
Hablan estos días de la extinción de la literatura. Nadie lee, dicen. Pero yo veo que los tiempos son muy literarios. Los bestsellers siguen influyendo decisivamente sobre el mundo del cine, sobre la moda, sobre los juegos y videojuegos, sobre los viajes turísticos. La literatura resiste como embrión de la industria del entretenimiento. Incluso un aparato como el teléfono móvil ha generado una tribu literaria de meditabundos que parecen pensadores de Rodin, con la mano en la sien o el teléfono en la oreja, y poetas callejeros que teclean mensajes por la calle como si contaran con los dedos las sílabas de algún verso genial.
Quizá sea verdad que no lee nadie. Lo normal sería huir de los cuartos cerrados donde los libros suelen ser leídos. Y, dados a la fuga, en los transportes públicos es difícil leer, entre los teléfonos móviles y Canal Sur Radio, sección noticias educadoras, nada de música de fondo. Pero, en días de elecciones municipales, los preocupados por el bajo número de lectores, deberían pensar en lo obvio: para leer hacen falta determinadas condiciones de vida, buenas casas, diría yo, pisos agradables, habitaciones bien ventiladas e iluminadas, de muros sólidos, que eviten el paso de ruidos invasores. Leer exige cierta tranquilidad de espíritu, es decir, buenas condiciones laborales. Probablemente en esto consistía la vida tradicional de las clases medias. Conseguir masas de lectores es conseguir que las masas tengan una vida buena. Sería un excelente programa político el que garantizara la posibilidad de que todos fuéramos lectores.
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