Para todos los públicos
EL PAÍS ofrece mañana 'Hänsel y Gretel', de Humperdinck, por 9,95 euros
No, no hay confusión posible. Éste es el verdadero Engelbert Humperdinck, y no aquel acaramelado crooner que hace cuarenta años cantaba Release me o Spanish eyes y que se llama, al parecer, Arnold George Dorsey. Ignoro los caminos que le llevaron a tomar tan ilustre como poco afamado nombre artístico pero, si lo hizo conscientemente, el cantante indio trasplantado a Inglaterra demostró mejor gusto que en sus canciones. Humperdinck -el de verdad-, nacido en Siegburg en 1854 y muerto en Neustrelitz en 1921, fue un compositor sólido, bien formado, dotado de un innegable buen gusto y que vivió en su época de una reputación más que aceptable. Fue, además, un cotizado profesor que llegó a enseñar en el Conservatorio de Barcelona en el curso 1885-1886. Y era, además, un wagneriano confeso que se hizo famoso escribiendo un par de óperas: Hänsel y Gretel -un éxito colosal- y Los hijos del rey -por la que sus correligionarios le negaron el saludo mientras él anticipaba cierto porvenir schoenbergiano-, las únicas de las suyas -sobre todo la primera- que permanecen en el repertorio de los teatros.
Pero lo de wagneriano hay que tomarlo con cuidado. Humperdinck amaba la música del autor de Parsifal -tanto que colaboró estrechamente en el estreno de esa misma obra- y era tan amigo suyo que hasta fue tutor de su hijo Siegfried. Pero no asume sin más los rasgos de su admirado, sino que los pasa por el filtro de una personalidad evidente y de unas formas que no ocultan su inspiración de buena ley.
El asunto de Hänsel y Gretel -estrenada en Weimar en 1893 bajo la dirección de Richard Strauss- es el del conocido cuento de los hermanos Grimm pero suavizado por Adelheid Wette con una madre imprudente y no una madrastra arpía, un padre que no es leñador sino que fabrica escobas y algunos episodios que contribuyen a que la ópera sea vista por chicos y grandes sin mayores problemas de reinterpretación simbólica, esa que mina cuidadosamente los cuentos de toda la vida.
En algunos de sus fragmentos -la Cabalgata de la Bruja, la Pantomima del Sueño- o de sus personajes -la presencia del Hada del Rocío- aparece esa huella wagneriana, pero tan bien asumida como para que nunca caiga en el puro epigonismo y pueda convivir con la ingenuidad, el drama y hasta la apelación a determinados ritmos populares.
Los preludios que abren cada acto -incluidos luego en una espléndida Fantasía sobre temas de la ópera que bien merecería un lugar en los programas de las orquestas sinfónicas- son un ejemplo de buen hacer y de habilísima mano para introducir el clima de lo que ha de venir. Y, claro, esa maravillosa primera escena que abre la ópera y que nadie que la escuche una sola vez es capaz de olvidar.
Todo ello nos debe hacer pensar en que Hänsel y Gretel es más que una ópera para niños, a pesar de que muchas temporadas de ópera la releguen a esa condición, que no es mala en sí misma pero sí limitadora.
La grabación que EL PAÍS propone mañana a sus lectores pertenece a la gran historia del sonido grabado. Con excelente sonoridad monoaural, data del año 1953, es decir, del momento de esplendor del productor Walter Legge, quien puso sus ojos en Herbert von Karajan como emblema de sus grandes proyectos fonográficos y concertísticos al mando de la misma orquesta que aparece en esta grabación, la Philharmonia londinense que había fundado en 1945.
Intérpretes
El trabajo del maestro salzburgués es, simplemente, prodigioso pero, además, contaba como intérpretes principales con un par de voces de ensueño, sopranos las dos, frente a lo habitual de que el papel del niño lo interprete una mezzo: la exquisita Elisabeth Grümmer -un nombre que a quienes la escucharon alguna vez todavía estremece- como Hänsel prácticamente perfecto, y la casi recién fallecida Elisabeth Schwarzkopf, esposa de Legge y una de las mejores cantantes de la segunda mitad del pasado siglo, en una Gretel a la que quizá sólo cabría discutir -poniéndonos estupendos- un cierto deseo en parecer una niña de verdad.
La madre es, nada menos, Maria von Ilosvay, y el padre, otro que tal, Joseph Metternich, mientras la Bruja Mazapán corre a cargo de la muy solvente Else Schürhoff. Todos firman uno de esos monumentos que vencen el paso del tiempo mientras hacen añorar unos tiempos que, ay, se han acabado para siempre.
Babelia
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