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Maragall, España y la historia

El miércoles de la pasada semana, apenas hubo caído la primera andanada del bombardeo declarativo de Pasqual Maragall, su sucesor -y blanco de algunos proyectiles-, José Montilla, trató de esquivar cualquier réplica con el argumento de que "no tenía mucho interés en hacer de historiador" ni en "mirar al pasado". Desde esa fecha, un alud de reacciones, análisis y comentarios de todo tipo han evidenciado que, para tomar en consideración las sucesivas manifestaciones periodísticas de Maragall, no se precisaba ser historiador. Lo cual no significa que los juicios y reflexiones del anterior presidente de la Generalitat no tengan también, más allá de lo coyuntural, un valor histórico. A mi juicio lo tienen, y nada baladí.

Según él mismo rememora en la larga y enjundiosa conversación con el director de L'Avenç, Pasqual Maragall intentó, desde su regreso de Roma en 1998 y especialmente bajo la mayoría absoluta de un Partido Popular que tenía maniatada a Convergència i Unió, incardinar, casar el catalanismo no nacionalista que él mismo representaba con un federalismo español igualmente no nacionalista que creyó ver personificado en José Luis Rodríguez Zapatero, el joven leonés que había ganado la secretaría general en el 35º congreso del PSOE frente al celtibérico y patriotero José Bono. Al cumplirse el segundo aniversario de ese triunfo, el 4 de noviembre de 2002, Maragall publicó en EL PAÍS una Carta abierta a José Luis Rodríguez Zapatero que es tal vez la expresión pública más calurosa de aquel idilio. El texto se refería al "futuro de España como unión de los pueblos que la forman", invitaba a "perderle de una vez el respeto a una visión de España tan chata e ignorante que amenaza con hacerla saltar en pedazos", sugería "reformas del marco jurídico" y terminaba con estas palabras: "El nuevo socialismo está ya en marcha. El nuevo federalismo o, como le llamamos tú y yo, la España plural, está a punto. Todas las esperanzas están permitidas. No fallaremos".

Es preciso admitir que, en aquellos tiempos, las glosas del ex alcalde olímpico a esa "España plural" o a la "España en red" -por contraposición a la España radial- pecaban de imprecisas y hasta de confusas, como es frecuente en el personaje. Debe reconocerse también que la letra y -más aún- el espíritu del proyecto territorial aprobado por el PSOE en Santillana del Mar a finales de agosto de 2003 dejaban poco margen para el federalismo diferencial que Maragall había inscrito en su estandarte de candidato a la Generalitat desde 1999. Con todo, las hemerotecas dan testimonio de hasta qué punto la hipótesis de una maragallización del PSOE, la imagen del líder catalán como tutor e inspirador de Zapatero tomó cuerpo en la opinión pública, para esperanza de unos e indignación de otros. La célebre promesa de ZP, durante la campaña electoral de otoño de 2003, de respetar el proyecto de Estatuto que saliera del Parlamento catalán, ¿no era la solemne confirmación de todo eso?

Llámenle ustedes ingenuo, pero parece que Maragall sí lo creyó, más firmemente incluso que muchos ciudadanos comunes. De ahí su profunda decepción posterior, que ahora está exteriorizando. Decepción en lo personal, por supuesto: la de sentirse tratado con ingratitud, como alguien que de útil se transforma en estorbo, como un producto de usar y tirar. Pero también decepción política: la de comprobar que ni federalismo diferencial o asimétrico, ni soberanía compartida, ni reconocimiento de la plurinacionalidad, ni nada de nada; que, con el tránsito desde la oposición al poder, "el Zapatero federalista de Santillana ha dejado paso a un Zapatero felipista", proclive ya sea a entenderse con Convergència i Unió, ya a concebir al PSC como una federación regional del PSOE. La decepción de concluir que, cepillado por Alfonso Guerra, minimizado por la Abogacía del Estado y amenazado por siete recursos de inconstitucionalidad, el nuevo Estatuto "no ha valido la pena".

Es muy posible que, en este último punto, Maragall exagere, que se deje arrastrar por la ciclotimia. Tampoco sería la primera vez. ¿Acaso no exageraba el pasado 9 de agosto en Sant Jaume de Frontanyà, cuando saludó la entrada en vigor del nuevo Estatuto como "la ley que siempre habíamos querido", aquella que "permitirá a Cataluña hacer lo que quiera", puesto que deja al Estado "prácticamente residual"? Sólo que, entonces, casi todo el mundo aplaudió la exageración...

Pero la mayoría de las tesis desplegadas por Maragall últimamente no tienen nada de hiperbólico: que "España no admite el federalismo" ni tolera que, desde Cataluña, se le diga cómo debería organizarse el Estado, lo cual condena a muerte el sueño de la "España plural"; que, "sin grupo parlamentario propio, será muy dificil" que el socialismo catalán pueda mantener sus posiciones en Madrid y se haga respetar frente al PSOE; que los partidos en general, y el suyo en particular, están secuestrados por una férrea burocracia ("aquí el aparato del partido decide que el número 1 es fulano y el número 2, mengano, y si tú te portas bien irás en el número 3, y tú, ojo con lo que dices, o verás..."); en fin, que la situación actual del proceso estatutario, al albur de la aritmética entre conservadores y progresistas en el Constitucional, es "lamentable", mientras en Cataluña impera "el ensopiment" y se observa "una falta de ambición en general".

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No me parece que ninguno de estos juicios u opiniones -discutibles, por descontado- sea fruto del despecho o de la amargura personales, ni que quepa desdeñarlos como maragalladas, insinuando que Maragall chochea, que nunca ha sabido explicarse ante los medios de comunicación o que son cosas de "su manera de ser". ¿Su manera de ser? ¿No es acaso la misma que quienes hoy la desmerecen exaltaban, apenas dos lustros atrás, como el genio redentor de la mediocre Cataluña pujolista?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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