Vaya Dos de Mayo
"Oigo, patria, tu aflicción / y escucho el triste concierto / que forman, tocando a muerto, / la campana y el cañón". Y la tijera -txis, txas- repasaba el cuello. Cuando Paco, el peluquero, terminaba de declamar ¡Dos de Mayo! las orejas ya habían adoptado su habitual soplillo y la cara de murciélago estaba servida. Qué duda cabe de que la prueba de modernización democrática española fue el repliegue de las orejas de los niños. De ahí para atrás todo es extemporáneo: caso agudo es la celebración de corridas goyescas, con toreros disfrazados, alguno por el propio Francis Montesinos. Y más agudo con los albaserradas de Victorino, cuyas hermosas láminas nos remontan a la prehistoria del toreo.
Victorino / Uceda, Chaves, Jiménez
Toros de Victorino Martín; desiguales. 1º, 3º y 6º con casta; blandos y alimañados el resto. Uceda Leal: estocada (saludos); cuatro pinchazos y estocada al rincón (silencio). Domingo López Chaves: delantera desprendida (saludos); tres pinchazos, media tendida y dos descabellos -aviso- (palmas). César Jiménez: delantera y tres descabellos (pitos); tres pinchazos, desprendida y cuatro descabellos -aviso-(algunos pitos). Plaza de Las Ventas, 2 de mayo. Feria de la Comunidad de Madrid. Más de tres cuartos de entrada.
Llueve. Sobre la arena embarrada un propio, con verde traje dieciochesco y media blanca, encala, carretilla en mano, las rayas de picadores. Los areneros extienden sacos sobre el piso y las nubes, ominosas, evolucionan sobre la plaza. En barrera, el rostro lleno de remembranzas, Joselito.
Uceda, en el 1º, corrió bien el capote. Apenas se apoyó el picador en el morlaco y parearon sobrios Campano y Ciprés. Brindó el matador, lo midió en el siete, y empezó a ganarle terreno doblándose con sabor. Luego le llamó, -el paño al frente- y se conducía con celo tras la franela, que pedía más brazo que cintura. En la izquierda ya le empezó a mirar y a decir que no. Cuando se quiso dar cuenta de que era toro para mandar, derrotaba, y la estocada enmendó, sólo en parte, la muleta indecisa. El 4º, cinqueño, llevó enérgico capote y mostró en el quinto lance que echaba una mano al suelo; mano -la derecha- que no dejó de encoger con sorprendente silencio de una afición que, bajo la lluvia, no andaba para revuelos. De una en una fue recibiendo banderillas con bofe de renqueante y luego no dejó de volverse y buscar. Como era flojo y cojo la cosa no fue a mayores.
El 2º, veleto, salió pinchando nubes y provocó el diluvio. Sin picar, perdió las manos dos veces; en banderillas llegó a echar el morro a tierra, lo que no le impidió llevarse un buen par de Gil. Flojo, y santacoloma, no dejaba de mirar al salmantino, que, despegado y cauto, le esquivaba las intenciones. ¡Mata esa mierda de toro!, gritó alguien, y la mayoría sensata asentía en silencio. Oyó palmas cuando fue a por la espada y lo cazó de una delantera.
Salió Vencedor -¡Vaya cuernos, qué desproporción!-. "La verdad es que asustan", decía otro bajo la visera escocesa. Y abajo debían pensar lo mismo porque González pudo acabar con él, y salió del penco con temblor de manos que observaban meditabundos los monosabios goyescos. Cuando el nutrido piquero lo llamó de nuevo, en las gradas hubo un alarido de terror. Después repitió cosas de familia y acometió buscando al aguerrido de Ledesma, que le ponía el paño inflexible y consiguió hacerle pasar. Cuando se lo echó a la zurda se hizo silencio que se transformó en palmas una vez salvadas las zapatillas.
Jiménez no estuvo. El 3º, que llevó tres varas en una y cascada de pitos, no había abierto la boca ni doblado una pezuña y él, lleno de cautelas, le cortaba la embestida con medios pases, a tironcillos cortos, en el centro. Cuando quiso mandarle, y vio que iba, ya era tarde.
Galletero salió íntegro de varas, sin haber cometido pecado. Llevó un gran par de Arruga y el de Fuenlabrada, muy descompuesto, no le embebía como pedía. Y dudarlo era fatal. Así que le sacaba pasemisí, pasemisá, una promesa, un susto, para desesperación del respetable que veía posibilidades. Y como era presto al aprendizaje, dejó de embestir y se llevó en los pitones todas nuestras ilusiones.
Cuando lo arrastraron, la decepción nos había desplegado las orejas.
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