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Tribuna:ARTE | Wolfgang Laib
Tribuna
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Hervor

Decía Gauguin, a la desesperada, que "un kilo de verde es más verde que medio kilo". Esa asociación entre intensidad y peso le parecía la última posibilidad de experimentar la presencia del color. Su presencia, verdaderamente, pues no fue lo bastante arrojado para abrir las puertas de su existencia, como Cézanne. "El color está vivo, es lo único que vuelve vivas las cosas", le dice a Gasquet frente a la montaña Sainte-Victoire. Vivas, las cosas se van: pesan y flotan a la vez. ¿Quién podría pesar a una paseante al vuelo? "Todo lo que vemos, se dispersa, se va", le sigue diciendo. El conflicto de Gauguin se ha resuelto en manos de Cézanne en otro sobre intensidad y aire. Si la pintura de Cézanne se desmorona continuamente -y eso es lo que nos atrae de ella- no es por ningún acierto o imposibilidad con la forma, como dijeron las vanguardias, sino por esa inestable vivacidad del color que busca sin cesar au plein air, entre los pinos húmedos y calientes. Cézanne ha abierto su cuerpo a la pintura de Tiziano: el color, piel de Marsias siempre, no es representación ni presencia de nada, simplemente está, late para aletear: vapor, respiración, luz. Ese color que respira acelera todo a su paso: "Un cuadro se ve al instante o no se ve nunca", le sigue diciendo a Gasquet. Y es que, convertidos en ciudadanos despojados de ritual, apenas recordamos ya que la rapidez del ojo fue en otro tiempo el signo de respeto a la vivacidad de las cosas.

Obras posminimalistas, se ha dicho, aunque yo, en la estela de Nietzsche, prefiero llamarlas póstumas

Las piezas que Wolfgang Laib expone en el Reina Sofía son también visiones raudas de esa vivacidad. La leche que se deposita en la concavidad de una losa de mármol hasta confundirse con él, blanco sobre blanco, oscilando todo entre lo fluido y lo sólido, pero también entre el estanque y el espejo -fantasma de Narciso y cuerpo de Pierrot somos en un solo trago-; la cera de abeja que trepa en escalones para recordar zigurats -En ningún lugar, en todos los lugares, la ha llamado: el trabajo de la Historia en picaduras ascendentes-; las ofrendas de arroz colocadas en línea en platos de latón, o la alfombra de polen de avellano extendida en una habitación no son representaciones caídas de la tragedia del paisaje moderno, como alguna vez se ha dicho. Por el contrario, esas materias, irrepresentables por preciosas y preciosas por cotidianas, desmovilizan cualquier representación anterior: el espejo, la arquitectura, la alfombra... Sólo queda la leche imponiéndose al mármol, el polen al suelo, el arroz a los caminos. Obras postminimalistas, se ha dicho de ellas, aunque yo, en la estela de Nietzsche, prefiero llamarlas póstumas. ¿No es eso lo que nos indican las fotos de Laib en cuclillas entre las flores, recogiendo el polen -la pintura- que previamente ha cultivado? Perfecto emboscado, como hubiera dicho Jünger, que espera el fin del tiempo para volver a tirar los dados: basta un poco de cera para reanimar la arquitectura y un simple brik de leche para pensar en Narciso. ¡Eso sí que es filosofar con el martillo!

Las obras de Laib son encrucijadas que nos plantean la lucha entre la red de sensaciones que desprendemos de las cosas y la red conceptual que arrojamos sobre ellas, ante las que el artista acaba retrocediendo. "La naturaleza se las arregla siempre, cuando la respetamos, para decir lo que significa", decía Cézanne. Wolfgang Laib también da un paso atrás ante la naturaleza para que ella se haga evidente.

¿Cuánto pesa ese polen que extiende meticulosamente con la ayuda de un colador? Apenas importa, pues lo que nos atrapa es el fulgor de su elevación. Y en efecto: los bordes difusos del polen, al temblar ante nuestros ojos, desencadenan el temblor de todo el aire sobre él, generando así un emborronamiento atmosférico, como el de los prados al amanecer. La obra se vuelve máquina de desenfoque que nos perturba la vista para hacernos sensibles las energías del paisaje. Ante este polen que palpita, el recuerdo de La fábrica del prado de Francis Ponge se vuelve automático: "Pintura de una sola capa. Los fondos vuelven a salir". Así funciona también el prado del arte: al mirarlo, asciende, y nos sentimos expectantes, transformados de espectadores en esperadores, devorados por el recuerdo, tan banal, tan certero, de la leche hirviendo en el cazo. Todo se nos hace visible en el hervor del aire: la leche en el mármol asciende para poner a bullir nuestro blanco reflejo, el polen se evapora en la bruma del ojo, la cera en olor que trepa por el tiempo, el arroz en el humo invisible de un sacrificio que nunca llegará... El artista, sabedlo, libera la flotación de las cosas. Cézanne lo dijo a su manera: "La naturaleza no radica en la superficie; radica en la profundidad. Los colores son la expresión de esa profundidad. Suben de las raíces del mundo".

Miguel Ángel García es profesor de Historia del Arte de la Universidad Complutense. La muestra Wolfgang Laib. Sin principio-Sin fin puede verse en el Museo Nacional Reina Sofía (www.museoreinasofia.es. Madrid, calle de Santa Isabel,52) hasta el próximo 17 de julio.

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