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Columna
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Los problemas de la deslocalización

Uno de los rasgos que caracterizan la globalización es que tanto la producción de bienes como la prestación de servicios pueden producirse en un lugar y consumirse en otro. De esta forma, las empresas pueden distribuir las diferentes fases del proceso de producción en distintos países de acuerdo con las ventajas comparativas que ofrezcan cada uno de los territorios. Estas características fomentan la proliferación de nuevos procesos comerciales y de inversión en el exterior, así como las dinámicas de deslocalización de empresas.

La deslocalización, por lo tanto, no es nueva, se viene haciendo desde tiempo atrás y podemos distinguir dos tipos de deslocalización: la primera, a nivel interno de las empresas, mediante el impulso a la creación de filiales en el exterior (deslocalización cautiva); y la segunda, mediante la externalización o subcontratación de una parte del proceso productivo o de servicios por parte de un tercer proveedor extranjero (subcontratación deslocalizada).

A medida que los fenómenos de traslados de la producción de un país a otro comienzan a ser más frecuentes, los niveles de preocupación empiezan a aumentar. De una parte, se cuestionan partes del proceso de internacionalización y se alientan manifestaciones en contra; y de otra parte, crecen las inquietudes en torno a la fortaleza y base económica de un territorio, que se ve afectado en sus márgenes de vulnerabilidad y dependencia. De ahí que la deslocalización sea aquel proceso que contempla el cierre de empresa en un lugar y que se abre en otro territorio para producir los mismos productos, con el objetivo de abastecer y suministrar a idénticos mercados.

La deslocalización está asociada a inversiones, puestos de trabajo, costes salariales, precios de productos y calidades de los bienes. En ese sentido, la deslocalización implica tres posibles efectos. El primero sobre la oferta de trabajo, disminuyendo los empleos en el país de origen, aumentándolos en el país de acogida de la nueva inversión e incrementando con ello la competencia directa con las empresas ubicadas en el nuevo territorio. El segundo, efecto sobre la productividad, ya que las nuevas empresas ubicadas en territorios de menores costes y mayores jornadas de trabajo muestran una mayor índice de productividad. Y en tercer lugar, sobre los precios, al ofertar productos con menores precios ya que los salarios reales de los trabajadores son inferiores.

Galicia y aquellas áreas con menores índices de eficiencia productiva deben estar preocupadas por este fenómeno. Varias razones deben ser tomadas en consideración. De una parte, nuestras empresas tienen que aumentar su productividad para evitar competir con otras que poseen menores costes; en segunda, nuestro territorio debe ser atractivo y seductor para evitar el desvío de la inversión; y, en tercer término, la mayor diferenciación de productos y bienes radica en la incorporación de gamas de calidad, y ello solo se afina apostando por la cualificación de los operarios y por el uso de tecnología.

En suma, Galicia no debe apostar por una competencia y productividad vía bajos salarios, sino por un incremento en la calidad de los productos, diferenciándose del resto de la competencia e incorporando tecnología para poder abarcar aquellos nuevos mercados de renta alta.

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La mejor forma de combatir la deslocalización es procurar mejorar en el posicionamiento de las empresas en los nuevos mercados. Sólo una apuesta firme, robusta y continuada puede hacer torcer el rumbo de los acontecimientos. El capital es móvil, fluye a mayor velocidad que la producción de bienes y del propio intercambio de productos, y busca lugares de mayor rentabilidad a corto plazo. La cuestión radica en propiciar un ámbito de acogida, o, como diría Alfred Marshall, una "atmósfera global positiva".

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