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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Mudé a la calle Hospital

Mudé a la calle del Hospital en el barrio del Raval de Barcelona, en cuyo tramo están expuestas todas las dolencias de nuestra urbe. Dependiendo de la hora o el día de la semana, el vía crucis varía, pero de cualquier forma tendrá asegurada una buena dosis de delirio:

En el cruce con la bien nombrada calle de Robadors, donde tiene lugar el conecte de la droga y la prostitución, uno debe esquivar a los junkies, que después de inyectarse, salen del callejón tambaleándose de lado a lado, y hay que hacer auténticos malabarismos para que no le caigan a uno encima, pero al evitarlos, asegúrese de no chocar con los vagabundos que pasan por el Antic Hospital de la Santa Creu, con esos rostros tan agonizantes como los que deambulaban hace siglos en la Casa de la Convalecencia. Ya que anda por ahí, debe respirar hondo y aguantar la respiración porque el hedor de los expulsadores de basura (que nunca han sido contenedores), le provocarán el desmayo. Si siente que se ahoga, acelere el paso, pero mucho cuidado con los bultos de material que desechan diariamente las fincas en reforma, cuyo deseo es estar a la altura del turismo. Pues tiran en las banquetas mosaicos modernistas y otros restos de un pasado glorioso que parece avergonzarle a este país. España parece sufrir el mal del nuevo rico: todo lo antiguo es considerado viejo y feo, así que van pa' fuera aquellos suelos emblemáticos y pilas de mármoles centenarios, para ser sustituidos por plástico imitación parquet y acero inoxidable; eso sí, todo nuevo y brilloso, sinónimo de lujo y progreso.

Cuando se haya librado de dichos obstáculos, quizá tropiece con alguno de los lunáticos de abolengo que transitan por la calle, como aquella mujer de aproximadamente 70 años, vestida al estilo de los años cuarenta, con pendientes de perlas y un bolso de charol bajo el brazo, que se postra frente a un punto imaginario y comienza a mover la cadera como si bailara hula-hoop e insultar a diestra y siniestra. Si la ve, ¡muévase!, no vaya a ser que le dé un bolsazo. Otro día le puede tocar un anciano alto y corpulento de cabello cano vociferando frases en catalán con tal furia que le obligarán a refugiarse en algún comercio hasta que desaparezca.

Como parte de este desfile, los Mossos d'Esquadra y la Guardia Urbana andan con ese suave caminar, frunciendo el ceño y apuntando en una libretita infracciones e irregularidades, que, lejos de espantar a los malhechores, provocan los piropos de algunas mujeres latinoamericanas acostumbradas a los policías feotes y barrigones de sus países. Los de aquí les parecen galanes de culebrón: "¡Qué chulo!". "¡Guapote, váyase por la sombrita porque en el sol los bombones se derriten!". "Quién fuera delincuente pa' que me pongas las esposas, ¡mi rey!".

Siempre hacen operativos y cierran a menudo la calle ocasionando terribles trastornos en el vecindario. Cuando uno les pregunta qué sucede, nunca dan explicaciones: "No podemos dar información, interfiere con la investigación", contestan. "¡Ándele! ¿Qué le cuesta? ¡Dígame algo!". "¿Es una redada?". "¿Drogas?". "¿Prostitución?". "¿Ya encontraron al ladrón de mi bicicleta?", pregunta esta cronista, que cree tener el derecho a saber lo que ocurre en el vecindario. "No podemos dar información", responde el policía frunciendo aún más el ceño para demostrar autoridad. "Una pista, por favor". "¿Con qué letra empieza: A de asesinato, T de terrorismo?", insiste una. Al día siguiente, en la prensa, se publica que era un decomiso de hachís en el número 95 de la calle. ¡Uuuy muchachos!, no hubieran gastado dinero público para descubrir tan conocida actividad, la próxima vez mejor pregunten al vecindario antes de emprender una investigación.

En la esquina de Egipciaques, comienzan los dominios del Magreb, donde la venta de artículos que se han extraviado de sus dueños son ofrecidos a nuevos propietarios, y es común observar a ejecutivos del hurto que dan órdenes por móvil a sus empleadillos, quienes llegan con la mercancía recién sustraída para que el gran jefe le dé un vistazo y con una llamada le busque comprador al instante.

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A la altura del café Mediterráneo encontrará a un grupo de marroquíes discutiendo entre sí o con los argelinos de enfrente, o quizá, una española gritándole al marido; así que irá zigzagueando entre ellos, cuidando que no le toque un manotazo perdido, porque el árabe, al igual que el español, habla extendiendo los brazos de un lado a otro y de arriba abajo, y cuando discuten no tienen ningún empacho en vociferar intimidades de un extremo de la acera al otro. No cabe duda que en los arrabales se evidencian sus grandes similitudes.

Si es viernes, debe encontrar el modo de caminar entre tanto musulmán que se reúne en la mezquita Tariq Byn Zyad, cuyo nombre recuerda al conquistador de la Península Ibérica, que ahora no vacila en conquistar la calle. Si es sábado, los fieles sijs del oratorio Gurdwara Gurdanshan Sahib Ji no sólo le taparán el paso, sino también la visibilidad con sus enormes turbantes.

Pero todavía le espera un nuevo reto: continuar el trayecto con cochecito de bebé, aventura de nivel superior donde hay que sortear las vomitadas de los turistas, los borrachines de la plaza de Sant Agustí, los manguerazos de la limpieza, las obras de Acciona y las correas de perros estiradas por sus dueños, quienes en un acto de civilidad llevan preparado el papel para recoger las cacas. ¡Qué pena que no haya perros con papel para limpiar los orines de los ciudadanos!

El calvario continúa al intentar llegar a su hogar por esas escaleras diminutas, características de las fincas de Ciutat Vella, y subir sin ascensor los seis pisos, en las que le saldrán unos hooligans con tremendas maletas, que, al verle en medio, exclaman: "Oh, my God!", como si uno fuese el que estorba, o el culpable de que un listo, como hay muchos, opere un hotel en el edificio.

Cuando finalmente llegue a su ático y crea sentirse privilegiado por estar más cerca del cielo que del caos asfáltico, sucede lo que en las películas de terror donde el maligno revive. No le dará tiempo de abrir una cerveza porque un tipo coleccionista de lo ajeno saltará en su terraza dejándolo como los gárgolas del Antic Hospital, petrificado y con la boca abierta.

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