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Columna
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Gernika, Dresde, Vonnegut

Malos recuerdos, buena memoria. Este jueves se cumplen setenta años del bombardeo de Gernika por los aviones de la Legión Cóndor alemana al servicio de la causa franquista. Se diría que todos los horrores pasaron hace setenta años, que hace precisamente siete décadas nos propusimos batir todas las marcas de la infamia y de la crueldad. Lo peor es que dentro de otros setenta años nuestros hijos o nietos podrán decir lo mismo. Un 26 de abril, lunes de feria, pasó lo de Gernika. Un 31 de marzo de ese mismo año pasó lo de Durango, menos famoso que lo de Gernika, sin cuadro de Picasso pero con parecidas bombas y parecidos muertos (las batallas de muertos son obscenas y lúgubres). Aviones Heinkel alemanes o trimotores italianos. Mi madre me contaba cómo los aviadores alemanes hacían sus abluciones matinales en el abrevadero de su barrio ante la admiración discreta de las chicas del pueblo. Se hablaba mucho entonces de la raza y del fermento rubio. Pero luego los muertos eran todos del color del carbón o la antracita.

Desde hace setenta años cualquier día puede ser un 26 de abril. Un 11 de septiembre puede serlo, como un 11 de marzo. En Irak, por ejemplo, todos los días son 11 de marzo o, si prefieren, todos los días son un 26 de abril. No es elegante (ni siquiera decente, ahora que tanto se habla de ciudadanos decentes e indecentes) hacer distingos entre los cadáveres. Se comienza en Gernika y se acaba en Hiroshima con parada en Dresde. O tal vez todo empieza con el sílex. De hecho, todo parece indicar que acabaremos, aproximadamente, lo mismo que empezamos. Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial Sartre fue el encargado de ejercer de aguafiestas al afirmar que "el fin de la guerra no es sencillamente más que el fin de esta guerra". Nuestro gozo en un pozo (seguramente séptico). Lo mismo ha sucedido con el fin de la Guerra Fría. La ilusión de la paz se desvanece y las bombas dan paso a los aviones secuestrados a punta de navaja. Sin contar con las bombas humanas. El caso es que la muerte haga horas extra. Así el ministro de las Fuerzas Armadas del Reino Unido, Adam Ingran, cuando afirma que las bombas de racimo "no son ilegales, sino efectivas". En 2006 cientos de miles de estas malditas bombas se esparcieron en el sur del Líbano. Bombas algunas de ellas fabricadas por empresas españolas y que soldados españoles retiran en los últimos meses. Soldados convertidos en actores de una obra de Ionesco. Fabricamos las bombas y, por el mismo precio, fabricamos los muertos que esas bombas podrían producir.

¿Es posible escribir poesía después del 26 de abril de 1937? La pregunta retórica que se planteó después de la experiencia de Auschwitz sigue teniendo idéntica respuesta. Por supuesto que sí, incluso poesía pastoril y bucólica, y quizás esa más que ninguna. Sólo hay que ver y leer los primorosos textos sobre la flora autóctona o el erizo de mar que han sido escritos en nuestro país mientras a escasos metros de sus autores o ante sus narices le pegaban un tiro en la nuca a un guardia, a un concejal o un tipo que pasaba por allí. Esa es nuestra sustancia. Pero también nuestra sustancia es otra: la del sobrino de ese aviador nazi que ha pedido perdón por una culpa que, sin ser suya, entiende como suya. Y eso es, probablemente, lo único que nos salva o podría salvarnos: nuestra capacidad de perdonar y de pedir perdón. No sé. El problema es que estallan las bombas, y detrás de las bombas estallan las mentiras. 11 de marzo o 26 de abril: después de cada una de estas fechas alguien quiso sembrar la confusión, abonarla y regarla con mentiras. Antes igual que ahora. Ahora igual que entonces.

Abril, en todo caso, es un mal mes (ya lo decía Eliot). El pasado día 11 fallecía Kurt Vonnegut, el novelista norteamericano que vivió el bombardeo de Dresde y escribió una novela titulada Matadero Cinco. Una de las novelas antibelicistas más importantes del pasado siglo. "Dresde fue una obra de arte", afirmaba Kurt Vonnegut con su habitual sarcasmo. "Una torre de humo y llamas para conmemorar la rabia". Ficción y autoficción (y la ciencia ficción más surrealista) atraviesan la novela de Vonnegut. Su ciudad, Indianápolis, había decidido dedicarle este año 2007. Quizás por eso Vonnegut, un tipo singular, feo y simpático, decidió escabullirse con la excusa más vieja del mundo.

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