La revolución del miedo
Francia ha ido a votar masivamente como en las grandes solemnidades, aquellos momentos -1965, 1974, 1981- en que parece que algo más que un relevo de personas está en juego. Pero la masiva participación del domingo se entiende mejor relacionándola con la baja participación -71,6%- de hace cinco años. En aquella ocasión, el sistema político francés explosionó porque los ciudadanos optaron por repartir su voto entre multitud de candidatos: Jacques Chirac, el más votado en la primera vuelta -y después elegido presidente-, no alcanzó el 20% de los votos. Para mayor vergüenza, Jean-Marie Le Pen adelantó a Lionel Jospin y se coló en la segunda vuelta. Aquella dramática catarsis sólo sirvió para prolongar la agonía de la V República.
La reacción republicana contra la extrema derecha hizo que Chirac, el principal exponente de la politiquería y de las marrullerías de tan gastado sistema, fuera elegido con el 80% de los votos. Con este aval, practicó el más absoluto de los inmovilismos. Cinco años perdidos y una estrepitosa derrota en el referéndum europeo en el que nunca creyó. Un mandato basura que si no acabó peor fue por el rechazo de Chirac a la guerra de Irak que le permitió ejercer de icono de la amplia reacción popular contra la guerra antiterrorista de George W. Bush.
La masiva votación del domingo es una reacción de orgullo: evitar por encima de todo que Le Pen volviera a colarse en la segunda vuelta. También de autoestima: Francia tenía necesidad de demostrarle al mundo que no sólo es el aguafiestas que se carga la Constitución Europea o que se rebela contra Bush, sino que es capaz todavía de inventar obras de teatro político con voluntad fundacional. Y, sobre todo, de miedo. Francia vive mal los desajustes económicos, sociales, morales e identitarios del proceso de globalización. Y lo vive peor que los demás porque no se siente líder ni protagonista de los cambios del mundo, que es el papel que la ideología nacional atribuye a este país.
La revuelta del miedo de los franceses ha concentrado el voto, paradójicamente, sobre los representantes de los partidos tradicionales. Entre Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal han sumado más del 55% de los votos. Sus predecesores, Chirac y Jospin, apenas alcanzaron el 35%. El miedo ha concentrado el voto sobre los partidos más fuertes. Aunque tanto Nicolas Sarkozy como Ségolène Royal han construido su identidad sobre la diferencia con sus pares. Sarkozy se fue alejando del chiraquismo hasta destruirlo, apoderándose de la estructura de su partido y dejando a su presidente y enemigo sin margen para poderle oponer un candidato fiel. Royal ha luchado contra los barones desde una posición crítica con las burocracias de partido y confiando a su marido François Hollande la neutralización de la estructura del Partido Socialista. Pero uno y otro, son políticos veteranos, metidos en la cincuentena, que llevan treinta años de carrera política, perfectamente integrados en el sistema que ahora quieren cambiar.
Pero más que por la seguridad de los dos partidos más estructurados, los franceses han votado por la autoridad y la firmeza de los candidatos. El programa de Sarkozy se resume en dos frases: el trabajo nos hace libres y hay una falta de autoridad por una crisis de valores. Nicolas Sarkozy ha tratado de jugar el dualismo liberalismo económico y autoritarismo plagado de acentos morales, al modo de Margaret Thatcher, aunque buen conocedor de la cultura política de los franceses, a medida que la campaña avanzaba ha puesto más énfasis en el orden que en los riesgos de las desregulaciones. Si Thatcher es la solución, a estas alturas, habría que pensar que Francia navega con considerable retraso. El intento de Sarkozy de aplicar a Le Pen la receta que François Mitterrand desarrolló con el Partido Comunista -atraerlo para vaciarlo- ha tenido éxito. Y le ha permitido reforzar la dimensión autoritaria de su propuesta. La caza del voto centrista para la segunda vuelta le ha metido, desde la noche del domingo, en un juego de filigranas retóricas: quiero poder hablar de "protección sin ser proteccionista", "de nación sin ser nacionalista".
Ségolène Royal ha buscado personalizar la campaña y centrarla en el reconocimiento y el respeto de las personas. La izquierda, en la medida en que no se atreve a tocar el modelo económico, tiene dificultades para componer un perfil propio. Y más si se habla de cambio. Royal -como José Luis Rodríguez Zapatero en España- ha buscado en la ampliación de las opciones y de los derechos de las personas su territorio propio. Y ha prometido protección de modo casi individualizado a los franceses como forma de responder a su miedo. Como su rival, ha adornado su discurso con muchos aditamentos de moralina.
Los números no engañan. La vieja Francia ilustrada, impulsada por el miedo, ha puesto en marcha su propia revolución conservadora, precisamente cuando ésta empieza a flaquear en Estados Unidos. Y, si ésta es la tendencia, Sarkozy, tiene todos los números. La señal de cambio apunta a la derecha. Y hacia una política mucho más deudora del paradigma televisivo. Algunos hablan de populismo. Y puede que en parte lo sea, pero sobre todo es una muy buena interpretación del papel de político conforme a las leyes del reality show y del serial televisivo. El padre intolerante con los perezosos, la madre que abraza los franceses como si fueran sus hijos, y el buen profesional. Tiempos raros son éstos en que la política toma tintes de drama familiar.
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