La noche ilimitada
Lo ridículo y lo imposible, el pesimismo y la comicidad, son algunos de los elementos del teatro del absurdo, una denominación que engloba la obra del rumano Eugène Ionesco, tanto como la del irlandés Samuel Beckett. Los diarios de Ionesco, ahora publicados en español en un solo volumen, recobran las difíciles memorias de un creador obsesionado y genial.
En 1948, Eugène Ionesco escribe La cantante calva a partir de un manual Assimil de inglés. Ha sobrevivido a la Guardia de Hierro rumana, a los nazis, al estalinismo. Es, pues, antifascista y anticomunista. Lo segundo no es bien tolerado por la intelectualidad francesa de la época. La cantante se estrena en 1950, en el Théâtre de la Huchette, donde todavía sigue representándose, sólo superada en permanencia por La ratonera, en Londres. Nadie lo hubiera dicho: la respuesta inicial de público y crítica fue demoledora. A Ionesco le apoyan tres mosqueteros: Jean Paulhan, Raymond Queneau, y, sorprendentemente, el prosoviético Breton. Espoleado por ellos, hace lo que ha hecho siempre: huir hacia delante. Se sumerge febrilmente en la escritura. Diez comedias en diez años. Y cuentos, novelas cortas, ensayos. En El asesino sin sueldo (1959) nace su portavoz, Bérenger, un hombre sencillo, vulnerable, que no acepta ningún orden establecido, sea político o existencial. Le reencontraremos en El rinoceronte (1960), enfrentado al totalitarismo, y a la extinción en El rey se muere (1962). El triunfo de El rinoceronte, montado por Barrault y luego por Olivier, desestabiliza a Ionesco. La máquina se para en mitad de una carretera a ninguna parte. Para recomponer sus piezas, empieza a escribir un diario en 1964. Journal en miettes es una convulsa madeja de fragmentos con dos hilos rectores: la eterna sorpresa infantil de "ser en el mundo", la angustia de dejar de ser. Gallimard lo publica en 1967. Sigue, en 1968, Présent passé passé présent. Ambos dietarios aparecieron aquí en la editorial Guadarrama; en la colección Punto Omega, dirigida por su paisano Vintila Horia. El primero, Diario, en 1968; el segundo, Diario II, al año siguiente, con traducción de aquel singular y contradictorio personaje (falangista joseantoniano, poeta, crítico de El Alcázar, ayudante de Bardem y actor de Jesús Franco) que fue Marcelo Arroita-Jáuregui.
La editorial Páginas de Espuma
acaba de recuperarlos, bajo el título conjunto de Diarios, divididos en Migajas y Presente pasado, pasado presente. (El año pasado, por cierto, Gedisa publicó La búsqueda intermitente, su tercera y última entrega, la más desesperada, donde Ionesco se debate contra la enfermedad y sus eternos fantasmas, y ruega: "¡Dios, haz que crea en ti!"). Las traducciones de Arroita-Jáuregui se sostienen bien, pero le hubiera convenido una revisión para eliminar palabros ("degenerescencia"), descuidos de estilo o expresiones literales como "Imágenes de Epinal", que en sentido figurado sería "estampitas de aleluya" o "engañabobos". El volumen es largo: 400 páginas. Casi todos los dietarios son demasiado largos. A menudo su función no es otra que la de fijar las obsesiones para calmarlas. Nada en contra, pero luego conviene podar. En Migajas, Ionesco se agita, se busca, se deja ir, vuelve una y otra vez sobre lo mismo: la fragilidad del yo, el paso y el peso del tiempo, la "desgracia de existir". La búsqueda de lo absoluto, centrada en la infancia irrecuperable, "como una lámina de cristal muy fina, transparente, que se ha roto sin ruido": es un Ionesco, en frase feliz, "asombradísimo de no tener ya doce años". A veces este hombre esencialmente bondadoso se sueña maldito y tremendo, nietzscheano: "Habría que aprender a matar gratuita y alegremente. Aprender el placer de matar". Apenas habla de su trabajo, del teatro, de los otros, de la vida alrededor. Predomina, como en todas las crisis, un yoísmo abrumador. Y una inutilidad o una descortesía recurrente: contar los sueños. Muchas de las entradas parecen ser notas escritas en la madrugada eterna de la depresión, para Z., su psiquiatra. Entre los embates del pánico, del alcohol, de ese vacío ensordecedor, brota la lucidez: "El autoanálisis de los diarios íntimos es vano y desesperante. Una estéril investigación del corazón que no conduce más que a la tortura de uno mismo, a un enredo todavía más profundo". O esta certera definición de la literatura: "Una conciencia inútil que no puede dejar de existir y se manifiesta". Migajas no contiene ninguna interrogación, ningún grito existencial que no estuviera ya en El rey se muere, pero hay una grandeza cierta en esa lucha para "integrar la sombra en el ser", como diría Jung; ese anhelo insistente en seguir escribiendo, pese a todas las angustias y todos los descreimientos. Destellan las soberbias epifanías (el despertar a la vida tras la depresión) y los hondos pasajes narrativos: la escena casi ritual en la que su madre "entrega" a su hijo a la novia, la sustituta, sin apenas palabras, sólo un rostro y unos gestos magistralmente descritos, conteniendo la emoción hasta el último párrafo, cuando Ionesco nos revela que murió tres meses después de su boda con Rodica Burileanu.
A partir de la página 200 comienza Presente pasado, pasado presente, que convierte a Migajas en una suerte de borrador excesivo, quizás demasiado uncido a la estela de Leiris en Edad de hombre. Lo que comenzó como la crónica de una crisis de identidad se ha convertido en el rastreo de un malestar permanente, un texto rousseauniano por partida doble, como si el memorialista y el Aduanero lo hubieran concebido a cuatro manos. Todo es más preciso, los colores más vivos, los sentidos más aguzados. Un solo párrafo condensa y anula muchas páginas anteriores: "La cegadora luz de Italia, el cielo purísimo de Escandinavia en el mes de junio, no son sino penumbra comparados con la luz de la infancia. Hasta las noches eran azules". Ionesco alterna textos escritos en Rumania durante su adolescencia, cuando ansiaba escapar y regresar a París, con su visión "actual", a lo largo de la temporada 1966-1967. Las recurrencias se unifican, haciendo honor al título, en un continuo temporal: un discurso de Hitler en el Reichstag le lleva a un análisis del conflicto de Oriente Próximo, tras el que abraza la causa sionista: "Finalmente he elegido a ese pueblo, aunque sea apenas un poco menos malo que los otros". La cronología de la "novela familiar", dispersa y lagunesca en el primer tomo, se puede recomponer aquí paso a paso. Aparece, definitivamente claro, el enfrentamiento con el padre, encabezado por una brutal confesión: "Todo lo que he hecho lo hice, en cierta forma, contra él". Contra ese padre despótico, "siervo de cualquier autoridad, de derechas o de izquierdas", que lleva a la familia a París en 1913 para abandonarles luego y reclamar la custodia del hijo, con documentos falsificados, dieciséis años más tarde. Ionesco evoca el paraíso de sus veranos en La Chapelle-Anthenaise y el origen de su terror a la pérdida: el intento de suicidio de su madre, presenciado por él cuando era un niño. Y el forzado retorno a su odiada Rumania ("Patria: país del padre"), y el amor constante y torturado hacia esa madre que es encarnación de la infancia e hipermetáfora de Francia, su territorio ideal, donde abrazará, definitivamente, la "lengua materna".
Las entradas de su diario de los
años treinta son pura narración, lo mejor del volumen, un insólito cruce entre el Retrato del artista adolescente y La invasión de los ladrones de cuerpos: el amor por Rodica, la publicación de No, donde recopila sus primeros artículos, las apasionadas discusiones en los cafés de la Calei Victorei, el descubrimiento de sus "pensadores de cabecera" (Moulnier, Pascal, Schopenhauer), y la sensación de asfixiante acoso, de creciente irrealidad, ante las "conversiones" que se suceden a su alrededor, germen de El rinoceronte: "Vi cómo mis hermanos, mis amigos, gradualmente se transformaban en extraños: sentía que una nueva personalidad iba sustituyendo la suya". Cioran y Eliade veneran a Codreanu, el líder de la Guardia de Hierro; Hitler y Stalin imponen su ley, y el joven Eugène fracasa en sus intentos de regresar a París, hasta que obtiene una bolsa de estudios concedida por Alphonse Dupront, director del Instituto Francés de Bucarest. La última entrada es de 1938: "El milagro se ha producido: mañana tomo el tren. Mi mujer me acompaña. Soy como un evadido que huye con el uniforme del guardián. El miércoles estaremos en Francia, en Lyon".
Diarios. Diario en migajas. Presente pasado, pasado presente. Eugène Ionesco. Traducción de Marcelo Arroita-Jáuregui. Páginas de Espuma. Madrid, 2007. 416 páginas. 21 euros.
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