La vida en negro
Durante los años más terribles de Francia, ella estaba allí: tragándose el dolor, manteniendo el tipo, expresando la primacía del corazón. Lo que se susurraba de sus inicios reforzaba su leyenda: la ausencia de sus padres, el burdel de su abuela, las enfermedades que amargaron su infancia, la curación milagrosa, sus callejeos por Pigalle, esa hija que murió en la pobreza, el asesinato de su descubridor.
Miseria física, miseria moral. La primera Piaf ejercía de cantante realista: retrataba la vida en el fango. Pero miraba hacia arriba. Jean Cocteau escribió para ella Le bel indifférent, se ganó la confianza de poetas y compositores. Ella misma plasmaría sus sentimientos en piezas como La vie en rose o L'hymne a l'amour. Se construía su personaje: la enamorada del amor. Y era creíble siempre que cantaba. Por la vibración de su garganta y por su dramatismo escénico, ese cuerpo diminuto que parecía quebrarse, las manos crispadas, el negro de sus vestidos.
Vivía sus amores cara al público: de Yves Montand a Eddie Constantine, de Jean-Louis Jaubert a Georges Mostauki. La relación más mítica fue con Marcel Cerdan, interrumpida por la muerte del boxeador. Atención: Edith también sabía reservarse secretos, como su dependencia de las drogas. Ya había demostrado su arte para la duplicidad, cuando colaboraba con la Resistencia mientras actuaba ante los oficiales alemanes.
No era un ángel. Más fiable que su autobiografía resulta el libro póstumo que le dedicó su hermanastra, Simone Berteault. Habla de su alcoholismo, de su alegría dilapidando el dinero, de su promiscuidad sin promiscuidad, de sus crueldades con principiantes como Charles Aznavour.
Pero también de su obsesión por libros, películas, músicas. Y su frenesí cuando le surgía la idea para una canción y todos debían olvidar sus planes para la noche y participar en concretarla.
Demostraba un olfato certero para las melodías, las letras que se adaptaban a sus recursos vocales, a su personalidad. Tres años antes de su muerte, al escuchar Non, je ne regrette rien, reconoció allí el himno de su vida. Y volvió a los escenarios, a pesar de su extrema fragilidad, para gritar al mundo su orgullo, su falta de arrepentimiento. Se lo harían pagar: el arzobispo de París se negó a darla un funeral católico. A su modo, había sido una mujer religiosa, pero el Vaticano decidió que -al casarse dos veces- había "muerto en pecado." Muy cierto: el pecado de la pasión.
Babelia
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