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Intelectuales desenfocados, egolatrías apocalípticas

"Nos queda esperar que un día alguien cree un bachillerato de cinco o seis o siete años, como aquel que yo estudié". Así expresaba el profesor Adrados su angustia ante la reforma educativa (EL PAÍS, 19 de febrero de 2007). La experiencia personal elevada a la categoría de solución social. Como si la evolución histórica, casi ochenta años de cambio cultural, social, económica, etcétera, no existiese. Late el sentir de que "cualquier tiempo pasado fue mejor". Sin duda, luce más el pesimismo antropológico, porque cuantos más dicterios se lanzan a diestro y a siniestro, mayor independencia y libertad pareciera gozar su autor. Así, es intelectual puro quien siempre critica. Sin embargo, quienes defienden posiciones que pueden coincidir con las de un gobierno o la de un partido político en la oposición, reciben la etiqueta de "intelectuales orgánicos". Tampoco serían puros quienes, con sentido realista, buscan soluciones razonables, desechan quimeras e impulsan el optimismo.

Convendría replantearse qué es un intelectual. Coloquialmente usamos la categoría de intelectual sólo para quienes, por ser creadores artísticos o profesores de "letras y humanidades", consideramos con capacidad para expresar una opinión que nos debe resultar importante. Sin embargo, una definición basada en la vulgarización de la idea de Gramsci al respecto, nos obligaría a incluir, por ejemplo, a miles de médicos que, gracias a su trabajo intelectual, nos dan más salud cada día, o los miles de profesores que enseñan matemáticas o física, o los miles de ejecutivos que dirigen -con intereses encontrados, por supuesto- la economía de una sociedad. Sin olvidar a otros miles de científicos que investigan la naturaleza en toda su amplitud y complejidad. Porque estos científicos también hacen la cultura, y no sólo quienes saben latín, filosofía griega o teatro clásico.

En definitiva, el nivel educativo ha subido y sube. Esto no se comprueba preguntando quién era Gonzalo de Berceo o Cánovas del Castillo, sino por la masa de conocimientos existentes entre importantes sectores sociales (ingenieros, médicos, técnicos y también artistas y pensadores). Se ha producido un desenfoque en nuestro sistema educativo: se enseña la historia de la literatura o de la filosofía y nunca -salvo excepciones como la de Newton o Einstein- se enseña la historia del conocimiento científico y tecnológico, tan decisivo. También se repite hasta la saciedad ese doloroso porcentaje de personas afectadas por el "fracaso escolar", sin resaltar la extraordinaria mayoría de jóvenes (algo inédito en la historia) que aprenden y que salen de nuestras aulas con mejores capacidades que hace ochenta años.

El voto de estas personas que catalogamos como intelectuales no vale más que el de un fontanero o un ama de casa. Afortunadamente. Por otra parte, también hay que incluir como intelectuales a esos miles de políticos que, desde cada pueblo o cada organismo, gracias a funcionarios eficaces (aunque haya clamorosos casos de corrupción, debidamente aireados y juzgados), encauzan soluciones cotidianas para la vida ciudadana. No es provocación incluirlos sociológicamente entre los intelectuales. Nos representan y les hemos encomendado nada menos que la organización de nuestra sociedad y de nuestra convivencia. Por eso no sólo debemos criticarlos, sino que podemos quitarlos del gobierno. Ahí radica la grandeza de la democracia. Que ningún campo está reservado en exclusiva a los expertos. Que el catedrático de griego o el filósofo no tienen el monopolio para opinar y decidir sobre la educación, ni el economista sobre los impuestos, etcétera. Lo contrario es la tecnocracia, o esa dictadura de los filósofos a la que aspiraba Platón: ¿habrá que recordar las derivas tiránicas de recetas intelectuales ajenas a la voluntad ciudadana? El intelectual que se atribuye el derecho a dirigir la sociedad suele elevar sus tribulaciones personales al rango de conflictos sociales y, con demasiada frecuencia, se siente por encima de las masas (¡esas masas, ay, que tanto perturban desde don José Ortega y Gasset!).

Se olvida que en las democracias, gracias a su naturaleza electiva, la "clase política" refleja las capacidades, intereses y aspiraciones de la media ciudadana. Se mueve entre incertidumbres, como cualquiera de nosotros. ¿O acaso preferimos que los políticos enarbolen dogmas incuestionables? Justamente la democracia es un sistema deliberativo donde se "parlamenta" y no se excluye ninguna voz. Por eso es tan importante impulsar la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Y por eso es tan necesario que los intelectuales (en sentido amplio o restringido) se sacudan ciertos hábitos de egolatría. Nunca para doblar las rodillas ante el poder. Al contrario, para crear más libertad e iluminar la complejidad de nuestra realidad. No valen recetas personales, sino argumentos razonados para discernir retos y soluciones. Más que volver al plan de estudios de hace casi un siglo, hay que pensar en las exigencias educativas de sociedades tan cambiantes como heterogéneas. Quizá un buen inicio sería debatir los contenidos de las humanidades, para abrir el concepto de cultura a las experiencias científicas y tecnológicas que nos dan nuevos horizontes de vida.

Juan Sisinio Pérez Garzón es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha.

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