Mira las clases sociales, estúpido
El equipo de Clinton hizo famosa una expresión parecida: "¡Es la economía, estúpido!". Ahora cuando intentamos explicarnos los resultados aparentemente contradictorios o confusos de los sondeos preelectorales no es fácil encontrar una clave explicatoria. Veamos lo que ocurre en Francia, país que "inventó" la distinción derecha-izquierda, una polarización socioeconómica y cultural, además de política, que con distintos actores ha prevalecido a lo largo de más de dos siglos. O por lo menos lo ha parecido. Un país altamente politizado pero que cuando faltan pocos días para las elecciones el 40% no tiene el voto decidido. El semanario de la intelectualidad de izquierda, el Nouvel Observateur, titula "¿Qué es lo que queda de la izquierda y la derecha?", una expresión considerada propia de la derecha. El "Obs" nos presenta una tipología ideológica-política a partir de otras categorías que rompen la relación clase social-comportamiento político como liberalismo, estatismo, autoritarismo, tradicionalismo. Los grupos que se definen, a pesar de una nomenclatura postmoderna, se basan, sin embargo, en características a la vez socioeconómicas y de comportamiento social y político. Orientados un poco a la izquierda, los bobos centristas (burgueses bohemios, profesionales acomodados) y más a la izquierda los gaucho-bobos (más jóvenes y menos acomodados). Los denominados "desconfiados" optan mayoritariamente por la derecha y extrema derecha y corresponden en gran parte a sectores económicos y culturales bajos. Y el grupo de los marginales es el de los jóvenes de nivel cultural medio y de ingresos bajos, que se abstiene o reparte su voto entre las distintas opciones.
Probablemente al lector le parecerá una tipología más propia de los tests de la prensa estival que del "Obs". Sin embargo, no es tan frívola como parece. Se apoya en una encuesta realizada por la conocida firma Sofres con la colaboración de la Fundación Jean Jaurés (socialista) y ha sido analizada por dos prestigiosos profesionales Claude Weill y Robert Schneider. Posteriormente ha servido de base a un artículo de un destacado economista, Daniel Cohen en Le Monde (Les limites du clivage droite-gauche).
Dos datos que ayudan a entender los resultados: casi los dos tercios de la población considera que la distinción derecha-izquierda ya no vale y otro tanto sostiene que el conjunto de los "políticos" no se preocupan de lo que piensan los ciudadanos.
Volvamos al título, miremos la estructura social y su relación con el sistema político formal. Nuestros esquemas y conceptos de análisis corresponden aún a los de la sociedad industrial del siglo XIX y han sido válidos hasta los años 60 o 70 del XX. En el mundo europeo desarrollado la sociedad se presentaba formada por grandes agregados, las clases sociales, y había una relativa correlación entre la clase social y el comportamiento político. Ahora la sociedad aparece mucho más fragmentada y conceptos como clase media o trabajadores asalariados no ofrecen valor explicativo. Por ejemplo, siguiendo con el caso francés, el 90% de la población activa son "trabajadores asalariados" pero sus salarios se sitúan en una escala de 1 a 13 para los hombres y de 1 a 18 para las mujeres, es decir, el 10% más alto cobra 13 o 18 veces más que el 10% más bajo. Y si nos atenemos al comportamiento político, las antiguas correlaciones no sirven. Los bobos votan más a la "izquierda" que una parte importante de la clase obrera tradicional, que vota a Le Pen, es decir, extrema derecha. En el filme italiano Caterina va in città (realizado hace cinco años pero estrenado en España hace unos meses), un profesor de instituto pregunta en la clase que le definan "fascista" y "comunista". Respuesta del joven bachiller: un fascista es una persona pobre e ignorante y un comunista es alguien rico y culto. Es una broma pero no del todo inexacta.
En mi barrio, la Villa Olímpica, cuyos residentes entrarían en las categorías de bobos ("centristas y gauchos"), es la zona de Barcelona en la que Iniciativa-Izquierda Unida obtiene su mayor porcentaje de votos (un 20%). En la encuesta citada se divide a la estructura social en seis grupos y cada uno se subdivide en seis orientaciones políticas, en este caso personificadas por los principales candidatos presidenciales. Pues bien, cada partido o líder obtiene una cuota de votos en cada categoría social, es decir, su electorado es muy heterogéneo, y en algunos aspectos con intereses o valores muy contradictorios.
Los partidos políticos, por lo menos los que optan a tener una representación electoral importante y a gobernar, están "obligados" a presentar ofertas genéricas, confusas y en bastantes casos irrealizables. Y por lotanto son generadores de frustraciones y desencantos.
El problema se agrava si consideramos que luego, en las instituciones sean parlamentarias o ejecutivas, deben asumir una gran diversidad de funciones para responder a las demandas de una sociedad muy compleja y en un marco político-administrativo también de creciente complejidad. Es decir, que se les pide mucho más de lo que pueden dar. Excepto en situaciones excepcionales no pueden por ahora conseguir agregar demandas sociales en un proyecto político coherente y con vocación mayoritaria. Y lo que es peor: los partidos gobernantes son incapaces de asumir y resolver los cambios indispensables en la distribución de competencias entre entes públicos y parapúblicos y de las reglas del juego.
En Francia los tres candidatos principales se presentan como renovadores, incluso ofrecen una imagen casi de ruptura con la de los partidos que representan. El pronorteamericano y amigo de Bush Sarkozy no es asimilable al gaullismo pero es heredero de la tradición política más conservadora. Ségolène se ha presentado inicialmente contra la cultura política y los líderes históricos de su partido, pero ahora intenta recuperar lo uno y lo otro para no perder a su electorado específico. Y el fenómeno ascendente de los últimos meses, Bayrou, ha sido percibido por una parte de la opinión progresista como el más capaz de renovar la vida política, a pesar de su ubicación en el centro-derecha y de su pertenencia a las cúpulas institucionales desde hace más de 20 años. Creo que sería muy precipitado dar por supuesto que cualquiera de estas opciones va a renovar la vida política.
La representación partidaria difícilmente aceptará una redistribución de competencias que suponga pérdida de poder. Y sin embargo, nos parece indispensable que funciones normativas y ejecutivas no sólo se redistribuyan territorialmente, también que se transfieran a entes de composición no partidaria. Se trataría de reforzar o crear entes de composición social y/o profesional, ampliando su base de reclutamiento. Ahora los que existen como el Consejo del Poder Judicial, o los Consejos de la Energía, o Audiovisuales, o las Juntas electorales, o los organismos de gestión portuaria o aeroportuaria, etcétera, con frecuencia acumulan su excesiva vinculación a los partidos dominantes y su base de reclutamiento es corporativa y elitista.
Por otra parte, la modificación de las reglas del juego como la legislación electoral o el desarrollo de la democracia participativa no puede dejarse en manos de gobiernos y parlamentos, pues difícilmente los que han sido elegidos con un sistema van a modificarlo y además consensuarlo. Y tampoco están por la labor de dar más influencia política a la sociedad civil y cuestionar así su monopolio.
Por lo tanto, aplicando el principio de que la guerra es demasiado importante para dejarla en manos exclusivamente de los militares, las reformas políticas pendientes tampoco se pueden atribuir de entrada a las cúpulas institucionales y partidarias. El recurso está en generar iniciativas de la sociedad civil, que de ella emerjan momentos y movimientos de sociedad política, con capacidad de hacer propuestas, de promover iniciativas legislativas o de forzar referendos para cambiar unos modos políticos anacrónicos y devaluados.
Jordi Borja es geógrafo-urbanista.
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