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Columna
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Los comedores de yogur

Uno de los elementos de consumo que han marcado la diferencia generacional de las últimas décadas es el yogur. Un producto antes llamado leite callado que raramente estaba incluido en la dieta gallega, que lo consideraba alimento para niños o para enfermos poco exigentes. El yogur se asocia a la vida sana, a la intención de cuidarse y a lo que ahora se llama "regularidad", tres conceptos que nunca han preocupado en exceso al gallego medio en los siglos anteriores a éste, pero que hoy ocupan buena parte de nuestra exposición mediática y de nuestra nevera, pues al final los niños crecen.

Yogures hay de mil sabores, texturas, porcentajes de materia grasa, colores y envases. Maravilla pensar cuanto pueden dar las vacas de si cuando les aplicamos un poco de ciencia. Y parece mentira la vida que le puede dar al sector ganadero nuestra ansia por probar sabores nuevos, el potencial económico de ofrecer bienestar en un par de cucharadas. En Cataluña y en la vecina Asturias lo saben pero que muy bien. Nosotros, mientras, deshaciéndonos de las vacas. He ahí uno de nuestros problemas, que el leite podre nunca nos gustó.

Pero resulta que aquí también somos capaces de hacer buen yogur. El último hype del mercado lácteo se hace en Galicia y es ensalzado por los gastrónomos como la próxima parada en el camino hacia el futuro del yogur, pero también hacia el futuro de nuestro país. Se hace en la Casa Grande de Xanceda, en Mesía, cuyos dueños, gente rica e ilustrada, entre hacer queso y yogur se decantaron al final por este último, ayudados por los investigadores del Aula de Productos Lácteos de la USC. Su secreto está en mantener las características de una leche de vacas mimadas de forma ecológica, y fermentarla con el mismo mimo consiguiendo un sabor estupendo y poniendo el resultado final a un precio asequible para el consumidor medio.

Una táctica similar a la que ha llevado al éxito a marcas como Zara o Blu Sens. Calidad low cost unida a un buen marketing, sin estridencias, que lo es no sólo para el yogur de marras sino para las posibilidades de este país: no se me ocurren mejores modos de enseñarle a la población que nuestro I+D sirve para algo más que llevarle a su casa un rico, cremoso y ecológico yogur hecho aquí al lado. Empezar a asociar nuestros productos con la nueva religión de la dieta sana demuestra que no sólo de paparotas y colesterol vive el gallego, por triste que esto resulte a muchos, y aunque este nuevo culto a la salubridad no deje de ser un espejismo.

Pasamos de ser los comedores de patatas a intentar paliar nuestra creciente adicción a los chips del Burger King con productos dietéticos de calidad y caros. En nuestra cesta de la compra hay sitio para los grelos, el chocolate del Lidl, la lechuga de bolsa y cuatro tipos de postre lácteo diferentes. Cada vez nos pasamos más tiempo en el súper decidiendo cómo alimentarnos y cada vez nos encontramos allí cosas más raras. Hallar nuestro lugar en este maremagno de consumo es uno de los primeros deberes que tenemos que hacer para que nuestra industria, es decir, nuestro país, tenga sentido. Saber dónde está la oportunidad de meterse en las neveras de la gente. Aportar nuestra diferencia culinaria y nuestro saber hacer las cosas bien, que a veces también nos sale.

Pero ojo, sin ser buenos consumidores nunca podremos ser buenos productores. Esto significa conocer y reconocer la oferta, y saber elegir en función de lo que más nos conviene a nosotros y a nuestro entorno, valga la redundancia. El consumo es el voto del día a día, el que decide si somos una sociedad sana o enferma, vieja o joven, tecnológica o rústica, de Bershka o de Mango, del Froiz o del Mercadona, de PC o de Mac, de Women' Secret o de los sujetadores de feirón. Es el principal indicador de la evolución de nuestra sociedad, que como todas, o incluso más rápido, está pasando de la cultura del ahorro a la del consumismo de manera vertiginosa, lo que provoca una ruptura generacional inédita hasta hoy. En saber adaptarnos está nuestra supervivencia en el siglo recién empezado. Es decir, ya somos más altos que nuestros padres, pero aún nos quedan muchos, muchos yogures por comer.

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