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Reportaje:

Un poblado unido a sus chabolas

Los habitantes de O Vao, en Pontevedra, rechazan el derribo de sus viviendas

O Vao es uno de esos sitios a los que precede su reputación y, sin embargo, los matices culturales y sociales obligan a tratar con delicadeza un conflicto tejido a golpe de desconfianza durante los últimos 20 años. Por un lado, está el colectivo gitano integrado por medio centenar de familias asentadas en este barrio del municipio de Poio (Pontevedra). Por otro, el vecindario payo que se distribuye, a escasos metros, en bloques de pisos y viviendas unifamiliares. Entre unos y otros, un gran muro los separa. Levantado en 1991 por un sector vecinal y denunciado ante el Valedor do Pobo por la asociación que dirige Carmen Esperó, ese muro escenifica la realidad de una convivencia que truncó, 20 años atrás, la entrada en escena de la droga. Fue entonces cuando empezaron las denuncias vecinales por la construcción de chabolas que, antes del mes de julio, deberán ser derribadas, tras la publicación de una sentencia firme del Tribunal Superior de Xustiza de Galicia que afecta a 11 de ellas. En su lugar, la Xunta proyecta levantar varios bloques residenciales donde realojar bajo un criterio integrador al medio centenar de desplazados, algunos de los cuales han advertido: "O las condiciones cambian o cuando vengan las máquinas nos van a encontrar aquí".

Ése es el temor de las autoridades, pues haría necesaria la presencia de fuerzas del orden durante el derribo, de ahí que Xunta y Ayuntamiento de Pontevedra estén intentando que los residentes asuman la pérdida de sus hogares de la forma menos traumática posible, a través de la labor pedagógica que desarrollan varios colectivos relacionados con el pueblo gitano.

Algunas de las viviendas a demoler superan los 30 años de antigüedad. "Yo me hice mujer aquí", comenta una de las afectadas con gesto de resignación. "Llegué recién casada, con 18 años, ya han pasado 30 y tengo aquí a hijos, nietos y sobrinos. Nos reunimos en mi salón todos los días". Y no titubea al afirmar: "De aquí no nos vamos". Otra mujer protesta: "Dicen que nos van a pagar el terreno, pero la casa qué, qué vamos a hacer, adónde vamos a ir, igual quieren que cojamos nuestras cosas y nos plantemos en el Ayuntamiento". Se quejan de que no les dan trabajo y ahora les "echen" de sus casas "¿Qué quieren, obligarnos a viajar como se hacía antes?". Y es que la posibilidad de alquilar, con la opción de acogerse a los mecanismos de ayuda establecidos, no acaba de convencer a aquellos que, según afirman, subsisten gracias a la venta de chatarra o al comercio ambulante. Por ahora, sólo a una de las familias le han comunicado su próximo destino: Marín. Las diez restantes siguen a la espera, pero fuentes de la Xunta de Galicia aseguran que estos realojos provisionales, a los que no está obligada la Administración, se dispersarán por los municipios limítrofes.

El malestar de los residentes del poblado se entiende mejor al considerar el fuerte sentimiento grupal y familiar de los gitanos. A ello hay que sumar que el contacto con la naturaleza y la libertad espacial son elementos ancestrales de su cultura. Y es que cuando uno entra en O Vao, le vienen a la mente aquellas barriadas que hasta no hace tanto circundaban el centro urbano de las ciudades: calles tranquilas donde todos se conocen, los niños juegan en la calle mientras las mujeres permanecen apostadas a las puertas de sus casas, abiertas de par en par, y donde el único ruido de fondo es el sonido de alguna radio y la charla intermitente entre vecinas.

El asentamiento gitano se extiende, en los márgenes de la carretera, por unos caminos serpenteantes salpicados por las raíces de enormes eucaliptos a cuya sombra se camuflan viviendas más o menos afortunadas, que van creciendo conforme aumenta la familia, y que ofrecerían un modelo de convivencia amable si no fuese por la realidad que apenas esconden: el desfile fantasmal de yonquis que atraviesan en goteo el poblado o los escombros que circundan el asentamiento. Unos pocos coches de lujo acaban de poner ese punto de contrarrealidad.

En el poblado de O Vao hay chabolas, pero no a todas las viviendas se les puede atribuir ese sentido de choza o caseta de escasa habitabilidad. También hay casas prefabricadas y otras que, aunque es evidente el posterior añadido de estancias, presentan la distribución de un piso moderno con pasillos de 10 metros de largo, sus 4 habitaciones, amplio salón y gran cocina. Incluso, hace unas pocas semanas, vecinos de la zona advirtieron del traslado de dos grandes columnas de hormigón que acabarían presidiendo la fachada principal de una de esas llamadas chabolas.

Amenazas de muerte

La asociación de vecinos y propietarios de O Vao lleva años luchando por erradicar la droga y el chabolismo con el que conviven. Un frente que ha rozado la tragedia en más de una ocasión, como aquella en que cerca de 80 gitanos se apostaron a la puerta de la casa de Carmen Esperón, presidenta del colectivo, para amenazarla de muerte. Corría el año 2002 y la publicación de la sentencia judicial que dictaba el derribo fue el detonante. Amenazas e insultos que, para algunos, persisten a día de hoy incluso entre los que rondan la treintena y compartieron pupitre con los gitanos. "Íbamos juntos a misa y hacíamos festivales, nos llevábamos estupendamente", explican. Al otro lado del muro también lo recuerdan y admiten que es una lástima porque apenas se saludan ya. "Es la vida", dicen.

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