Hasta las elecciones
Algunas promesas son para siempre y otras tienen fecha de caducidad. Las primeras sólo es posible hacerlas desde el corazón y las segundas se pueden hacer mientras con una mano se llama por teléfono, con la otra se rellena un cheque y entre frase y frase se tararea, por ejemplo, el estribillo de una canción de Joaquín Sabina: "Las mejores promesas / son ésas / que no hay que cumplir".
Juan Urbano pensó todo eso mientras salía de casa de su amor capicúa, rumbo al trabajo, y después de haber abierto el periódico, mientras tomaba su desayuno, por una página en la que se hablaba de una supuesta orden de la consejera de Transportes e Infraestructuras de la Comunidad de Madrid a los responsables del Metro, en la que les pedía que pusieran en marcha un plan de choque contra las averías de los trenes "hasta las elecciones de mayo".
Juan se imaginó a todos los operarios y técnicos en estado de alerta dejando caer sus herramientas al suelo la noche del día 27, nada más cerrarse los colegios electorales, y enjugándose la frente con un pañuelo aliviado: menos mal, al fin termina esta pesadilla. La consejera niega haber mandado ese mensaje que asegura haber recibido el jefe de Mantenimiento del Metro, pero, en cualquier caso, a Juan Urbano le pareció que el fondo de la noticia era una buena metáfora de lo que son las campañas electorales: una suma de promesas y engaños que se ha convertido en material imprescindible de los mítines y apariciones públicas de los candidatos y que parece no importar demasiado a casi nadie, como si en realidad unas elecciones fueran un carnaval en la que todos, incluidos los votantes, representaran un papel y nada de lo que dijeran o hiciesen mientras duró la fiesta tuviera valor alguno al quitarse el disfraz. Puro teatro.
Ya se verá, con el tiempo, si el asunto del Metro es verdad o no, pero la mera sospecha de que pueda serlo y el hecho de que en otras ocasiones sí hayan sido descubiertas artimañas de ese estilo, es todo un síntoma de la poca importancia que los partidos políticos en general, y algunos de sus líderes en particular, le dan a lo que debiera ser más importante en su oficio: la verdad. "Pues está claro", se dijo Juan Urbano, "que como nadie puede pensar que la verdad quite votos, lo que debe suponer esa gente es que la mentira los da. Qué miedo dan, a veces...".
Juan Urbano es una de esas personas que aún creen en la política, porque no la considera un mal necesario sino la única forma posible de intentar mejorar la vida de las personas, y cuando alguien le lleva la contraria en ese asunto, suele repetir una frase del historiador inglés Arnold J. Toynbee, cuyos libros sobre la historia de las civilizaciones ha leído detenidamente: "El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan". Y a esa sentencia suele añadirle esta conclusión personal: "Así que ya lo ves: a los que participan se les gobierna, pero a los que se desentienden, sólo se les manipula". ¿Alguien se atreve a negarlo?
Tal vez será por su condición de aficionado a la filosofía y porque las personas acostumbradas a los argumentos, al contrario de las que prefieren los insultos o las descalificaciones, son más ingenuas, precisamente por creer que una idea puede defenderse mejor que una bandera, pero el caso es que a Juan Urbano le volvía a pasar en estas elecciones lo mismo que le ocurre en todas, y es que no puede comprender cómo es que si lo que se temen muchos ciudadanos es que la política se haya convertido irremediablemente en una estafa, en un simple método para llegar al poder, nadie se preocupe de poner los medios para que las promesas incumplidas tengan un castigo. "Seré un iluso", se dijo, mientras regresaba a casa con la ilusión de volver a ver a su chica como si no la viera desde hacía un millón de años, "pero sigo pensando que las promesas electorales deberían hacerse por escrito, ante notario y con el compromiso firmado de que, en el caso de no ser cumplidas en un plazo razonable, quien las hubiera hecho sería cesado en su cargo".
Y, dicho eso, se sintió como si alguien le hubiera pintado la palabra utopía en la espalda y todo el mundo fuera a reírse de él, según iban pasando por su lado en los andenes del metro, que seguramente iba a funcionar a las mil maravillas... hasta las elecciones. Qué le vamos a hacer.
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