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Religión y ciudadanía

Desde hace algún tiempo se difunden opiniones de parte sobre la enseñanza de la religión católica, y son tan frecuentes y contundentes que me parece necesario traer a la plaza pública algún contrapunto, no vaya a ser que un exceso de prudencia haga olvidar los fundamentos del debate.

Sabemos que la Ley Orgánica de Educación (LOE) sigue garantizando que la religión católica se enseñe en los centros, asunto éste que no se ha cuestionado en ningún momento en el debate previo a la aprobación de esa ley. Es una asignatura de oferta obligatoria, que se estudia en el horario escolar, cuyos profesores son elegidos y destituidos por los obispos, y, sin embargo, pagados por el Estado; incluso los despidos improcedentes. Aún así, los responsables eclesiásticos parecen no sentirse satisfechos y reclaman que no se aplique el Estatuto de los Trabajadores al profesorado de religión de los centros públicos. También cuestionan la capacidad del Estado para definir el currículo de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía, a pesar de que responde a orientaciones del Consejo de Europa y de que sus contenidos incluyen valores de ciudadanía y los derechos humanos, contenidos que en ningún caso pueden considerarse alternativos o sustitutivos de la enseñanza religiosa.

Es posible un debate más sereno sobre la cuestión, no gobernado por prejuicios ni por intenciones políticas

Es evidente que la postura de los responsables religiosos se sostiene en el convencimiento de que la soberanía popular sólo puede ejercitarse plenamente si está guiada por los valores católicos, negando así el imprescindible laicismo del Estado. La Conferencia Episcopal expresaba claramente esa idea en su instrucción pastoral del pasado noviembre, al considerar que "el mal radical del momento consiste, pues, en algo tan antiguo como el deseo ilusorio y blasfemo de ser dueños absolutos de todo, de dirigir nuestra vida y la vida de la sociedad a nuestro gusto, sin contar con Dios (...)".

Por eso estima el cardenal Rouco que el currículo de Educación para la Ciudadanía es "una inaceptable intromisión del Estado en la educación moral de los alumnos", aunque la moral católica pueda estudiarse libremente en la asignatura de esa religión. ¿Es que los Derechos Humanos o principios éticos como libertad, igualdad y pluralismo no son valores comunes deseados por todas las familias como sustento de la ciudadanía? ¿No compartimos todos el objetivo de formar ciudadanos libres, críticos y responsables?

Si el tratamiento de esos valores no fuera legal, las asociaciones del ámbito religioso, que reclaman la objeción de conciencia para la asignatura Educación para la Ciudadanía, deberían recurrir a los tribunales, salvo que dicha objeción se esté utilizando como instrumento político para enrarecer el clima social en un asunto tan sensible como la educación de nuestros jóvenes. Todo es excesivo, porque no parece razonable suponer que las exigencias extremas respecto al profesorado de religión y a las condiciones de la enseñanza de la religión católica en la escuela puedan solucionar el despoblamiento de las misas ni el escaso interés de los creyentes por financiar a la Iglesia mediante el IRPF. Posiblemente, ni esas exigencias ni la negación de una asignatura de formación cívica, normal en toda Europa, sean actitudes atractivas que pudieran modificar la evolución de los valores de los jóvenes que se están desarrollando en sociedades abiertas y democráticas en pleno siglo XXI.

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No obstante, artículos rigurosos y constructivos como los publicados recientemente por Rafael Aguirre en el El Correo y el alejamiento de la confrontación declarado por la FERE muestran que es posible un debate más sereno, no gobernado por prejuicios ni por intenciones políticas. Creo que los responsables eclesiásticos deberían revisar sus posturas contrarias a la escala de responsabilidades en una democracia y al carácter abierto de nuestra sociedad, para abordar entre todos un debate constructivo, que es muy necesario, acerca del tratamiento del hecho religioso y de la importancia de la Iglesia en la historia. No parece razonable que un ciudadano ignore la influencia de la Iglesia en el crecimiento de las raíces de su sociedad ni que desconozca la profunda huella cultural que ha tenido en la civilización occidental, pero eso nada tiene que ver con la instrucción en los principios de la moral católica.

Una relación moderna entre la Iglesia y los poderes públicos necesita la aconfesionalidad del Estado, que sitúa la fe en el ámbito personal y es una garantía del respeto a todas las creencias y, sin ninguna duda, a los creyentes. En este sentido, me parece muy acertada la instrucción pastoral cuando afirma que "la vida religiosa de los ciudadanos no es competencia de los gobiernos" porque, de la misma forma, ¿cómo negar que la formación común de los ciudadanos tampoco es competencia de la Conferencia Episcopal?

Para finalizar, un emplazamiento. Probablemente, ayudaría a situar el debate en términos no impregnados de alcanfor el que colectivos que viven su religiosidad en el ámbito político desde una perspectiva progresista no respondieran a planteamientos laicistas con referencias al clima de la República en materia religiosa, pues éste no se vislumbra por ningún lado. Y si no, compárese el artículo 26 de la Constitución de 1931 con el estatus y financiación actuales de la Iglesia y de la enseñanza de la religión.

Vicente Reyes es secretario de Educación de Vizcaya del PSE-EE.

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