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El futuro de Euskadi
Columna
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Retrato de 'gudari' con paraguas

José María Ridao

La imagen de Arnaldo Otegi protegido de la lluvia por el paraguas que sostiene un joven desconocido en el momento de tomarse la fotografía, pero que resultó ser integrante de un comando terrorista a la espera de recibir la orden para matar, constituye una metáfora insuperable del equívoco en el que ha pretendido instalarse la izquierda abertzale desde la declaración del alto el fuego hace algo más de un año. Es probable que Otegi y quienes estén dispuestos a creerle digan que el gudari con paraguas es la prueba de que la banda terrorista está vigilando cada uno de sus pasos y que, por tanto, cualquier avance para distanciarse de la violencia tiene que ir acompañado de las máximas cautelas. Pero la escena admite otra interpretación que tampoco se aparta, por así decir, de la literalidad de los hechos: el paraguas con el que un gudari protege a Otegi es la prueba de que la izquierda abertzale nunca ha actuado al margen de la banda, sino bajo su siniestro cobijo. Ésa ha sido, por lo demás, la experiencia de tantos años enfrentando el terrorismo: cuando los dirigentes del brazo político han puesto la más mínima objeción a las decisiones del brazo armado, el brazo armado se ha limitado a cambiar a los dirigentes del brazo político.

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La ambigüedad ha sido el signo que ha marcado por parte del entorno etarra lo que el Gobierno consideró como un proceso de paz y la oposición, siempre ebria de catastrofismo, una rendición ya consumada del Estado a las pretensiones de una banda criminal. Los terroristas empezaron por declarar un "alto el fuego permanente", una expresión que, a poco que se analice, se revela como un oxímoron en el que cada cual puede escoger un sentido según sus preferencias, sus intereses o sus esperanzas: un alto el fuego no puede ser permanente por definición, y si es permanente se trata de otra cosa. La ambigüedad se mantuvo durante los meses en que los terroristas se abstuvieron de cometer atentados de gran envergadura. Estaban en tregua pero, al parecer, eso no impedía continuar con la violencia callejera, los robos de armas, la extorsión a los empresarios o, incluso, los números de coreografía paramilitar ejecutados por fusileros enmascarados. El brutal atentado de Barajas, en el que perdieron la vida dos trabajadores ecuatorianos, tampoco supuso el fin de la ambigüedad: después de añadir dos muertos a la escalofriante relación de sus asesinatos, los terroristas y su entorno consideraban que la tregua seguía formalmente vigente, aunque materialmente hubieran cometido un nuevo acto de barbarie.

Si algún valor tienen las declaraciones de dos enmascarados que aseguran hablar en nombre de ETA para el diario Gara es que, junto a los nuevos laberintos dialécticos para perpetuar la ambigüedad, dejan al descubierto una rendija por la que puede penetrar finalmente la luz: consideran que el proceso de paz habrá fracasado si la izquierda abertzale no puede presentarse a las elecciones municipales y autonómicas. En otras palabras, los terroristas han fijado los límites para seguir manteniendo una ficción en la que ya sólo creían ellos. Una ficción en la que no resulta contradictorio apelar a las vías democráticas y amenazar a los adversarios políticos, elaborar listas de futuras víctimas o instruir a los gudaris para que cierren los paraguas y, acto seguido, empuñen las pistolas. Ahora ya se sabe qué es lo que significaba la fotografía de Otegi protegido por alguien que pocos días después fue detenido por ser miembro de la banda: la izquierda abertzale está bajo el cobijo de los terroristas, que en esta nueva aparición especulan con imponer a tiros la presencia de un partido, o de unas agrupaciones, en las elecciones de mayo. Si se imaginan con el derecho a forzar la participación en una consulta democrática, ¿qué se supone qué serían capaces de hacer con los resultados?

Desvanecida la ambigüedad por parte de los terroristas y su entorno queda, sin embargo, una tarea que se ha revelado inesperadamente difícil: conseguir que los demócratas no sigan decidiendo sus estrategias en función de maliciosos juicios de intenciones sobre sus adversarios.

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