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Columna
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¿Donde el paisaje?

En una escena de Boquitas Pintadas de Manuel Puig, la protagonista viaja en autobús con sus dos hijos pequeños. De repente uno dice: "Yo me aburro". "Miren por la ventanilla -contesta ella-, miren qué linda es la sierra". En la novela la recomendación parece hacer efecto. En la realidad es otro cantar. Conozco lo que significa viajar con niños; meterte en un coche, con cientos de kilómetros por delante, y nada más arrancar, en cuanto das la vuelta a la manzana de tu casa, oír las vocecitas que desde atrás preguntan por primera vez "¿falta mucho?", y luego siguen y siguen y seguirán preguntando cada cuarto de kilómetro o de minuto. Y entonces hay que inventarse entretenimientos compatibles no sólo con la conducción sino con el espíritu y/o la alegría vacacional.

La invitación a mirar por la ventanilla no parece hoy de gran utilidad, incluso puede resultar contraproducente. El remedio de la distracción volverse peor que la enfermedad del aburrimiento. Los bordes de las carreteras o de los paisaje suelen estar tan llenos de carteles y establecimientos comerciales, es decir, de insistentes invitaciones al consumo, que el "¿cuánto falta?" corre el riesgo de convertirse enseguida en "paremos" o "quiero" o "tengo ganas de", en cuyo caso el equilibrio o la armonía vacacional resultan mucho más difíciles de mantener al volante. Pero la ventanilla tampoco sirve por otra razón: a los niños modernos "la sierra" mayormente ya no les entretiene. El paisaje natural ya no constituye a sus ojos ni una novedad ni un espectáculo. Yo diría incluso que el paisaje real -cuyos perfiles y colores son tan cambiantes, tan dependientes de los caprichos de la luz; cuyos aromas y sonidos hay que distinguir para apreciar; cuya lógica es sutil e ingobernable;-yo diría que el matizado paisaje real les resulta a los niños modernos una pobre réplica de los paisajes de trazo espeso y colores fijos por los que están acostumbrados a transitar en las pantallas de sus juegos tridimensionales. La realidad espacial debe de resultarles además ardua y exigente (las montañas, los campos, los ríos de verdad hay que superarlos paso a paso) al lado de los escenarios ficticios que ellos surcan a todo correr, saltan o trepan fácilmente, desde un mando a distancia, apretando un botón.

La industria del entretenimiento electrónico hace tiempo que comercializa pequeños reproductores multimedia que se pueden llevar encima, a cualquier parte. Ahora además se venden prácticas bolsas para ajustar las maquinitas al respaldo de los asientos delanteros de los coches (algunos automóviles traen el mecanismo de serie) y conseguir así que los niños puedan viajar con una película delante de los ojos y se olviden de preguntar cuánto falta, cuándo se come o se hace una parada para cumplir con otras necesidades igualmente reales. Que la ficción de las pantallas tiene un poder de entretenimiento muy superior al de la realidad de las ventanillas salta a la vista y por lo tanto al mercado o viceversa.

El asunto tiene, en mi opinión, un lado bueno y uno malo. Si los niños ven tan poco paisaje real, ¿cómo van a aprender no sólo a distinguirlo sino a respetarlo, preservarlo, conservarlo hoy y mañana? Los paisajes de los monitores no se degradan ni se contaminan por la acción humana; sus nieves no se derriten, sus árboles no pierden las hojas ni sus aguas la transparencia. A menos ventanilla más ignorancia del entorno natural, es decir, mayor probabilidad de indiferencia, de descuido o maltrato medioambiental. Ese es el lado malo; el bueno es que la indiferencia por el paisaje real y la entretenida felicidad de las pantallas pueden adormecer (incluso erradicar) el deseo de viajar. Estos niños pendientes sólo de los paisajes de monitor, no van a ser adultos deseosos de moverse a la primera oportunidad, de salir de aquí para entrar allá en otro mundo cierto; sino adultos con ganas de pantallas de mayor resolución y superficie, más táctiles, más envolventes, capaces de albergarles con los cinco sentidos pero desde casa. Se acabarán entonces las operaciones de tráfico; la vacacional rutina de atascos, accidentes y sobredosis de CO2.

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