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Tribuna
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Lenguas

Discutir sobre la lengua vasca sería un ejercicio divertido y didáctico, si no fuese tan recurrente, si se pudiese tratar con naturalidad, como se tratan otros temas serios y graves, sobre todo los lunes luneros, que a la gente le da por hablar de fútbol, cuestión engendradora de pasiones, pero que entretiene y facilita el arte de la conversación, que no es otro que el del circunloquio y la redundancia. Si no hubiese fútbol, habría que inventarlo, o reinventarlo, según.

Si el euskara hubiese desaparecido hace siglos, nos encontraríamos en otra situación. Quizá los que ahora se muestran renuentes a su uso y se rasgan las vestiduras ante cualquier política promovida por las instancias legales y legítimas, más que a favor de la lengua, no en contra, serían los primeros en promover actitudes que impulsaran la resurrección del muerto, el invencible vencido, en plan escatológico: el muerto revivido y revestido de joyas, listo para ser sacado en procesión rogativa. Cosas más arraras ya hemos visto pues, como dicen en mi pueblo. Y no sólo aquí, que la lengua tira mucho de la cadena en la cuestión existencial, sino también en otros pagos. Lo cual no quiere decir que toda la política institucional sobre el tema no sea criticable ni reprochable, pero hay que reconocer, al menos, que en nuestro predio ha contado con los consensos suficientes.

Hay quien oye hablar de la lengua y mira hacia otro lado; y hay quien oye hablar de la lengua y mira la cartera
El euskera transmite ideas, verdaderas o falsas, pero se miente mucho sobre su situación y a sabiendas

Claro que, ni en este país, ni en ningún otro, dicho sea de paso, se dan por buenos los consensos en cuanto tocan la fibra sensible de cada cual, o sus intereses más inmediatos, o séase, los que todos sabemos. No se dan por buenos, lo cual no quiere decir que no se acepten o no se acaten los resultados derivados de dichos consensos, porque no queda otro remedio. Hay quien oye hablar de la lengua y mira la cartera, no vaya a ser que se la roben. Hay quien oye hablar de la lengua y mira hacia otro lado; y hay quien oye hablar de la lengua como quien oye llover una tarde de otoño en París, por mencionar una ciudad que siempre queda bien en las citas.

Y es que una lengua es muy importante; para el que la habla, no te digo. Para el que no la habla es otra cosa, arqueología, quizá, historia tal vez, la represión de un deseo antiguo que nunca se consumó. El imposible invencible, el invencible imposible.

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Para los contrarios, la historia del euskara es la historia de una imposición. De todos modos, es loable su contrariedad, porque el contrariarse es signo de madurez, y el contrariarse perpetuamente, signo de madurez perpetua, que es una revolución sin permanente, pero con cabellera hirsuta y canosa. Tiempos modernos, tiempos disfrazados y perdidos en el simulacro de la identidad. Para los muy partidarios, la historia del euskara es la lucha del pueblo por la recuperación de una lengua degradada, vilipendiada y ultrajada desde tiempos ancestrales, desde los tiempos de Maricastaña. Tiempos modernos, tiempos salvajes. Cada cual escoge el disfraz que le conviene y se apunta a la procesión pertinente, según lo que le vaya en ello.

Alguien puede alegar, porque aún queda gente sensata en el país, que el euskara es, ante todo, un idioma y que tiene sus hablantes y sus escritores, sus idealistas y sus pragmáticos, sus locos y sus cuerdos, sus dichosos y sus desgraciados, sus sanos y sus enfermos, sus ricos y sus pobres, sus listos y sus tontos, y que, todos ellos, como hablantes, merecen ser tomados en serio. Pero claro, para que a una persona la respeten, debe demostrar que es digna de ello, y debe, ante todo, respetar a los demás, especialmente si no son de su cofradía. Se dice pronto. El respeto a los demás es un ejercicio más arduo de lo que parece, porque lucha contra la naturaleza del hombre, único ser que tiene como virtud el ponerse en ridículo ante el prójimo.

Y se pone en ridículo quien, sublimando sus propios errores y exagerando sus aciertos, convierte sus problemas personales en sociales, y echa la culpa de la situación a los demás. Es, por supuesto, más fácil que analizar las razones que han contribuido a su desgracia. Y no lo digo sólo por aquellos que indican la persistencia del español como signo de un imperialismo rancio, antañón y franquista. Señalo también a los que achacan sus males a la existencia del vasco e insinúan el imperialismo etarra y el miedo derivado como factores perversos en el desarrollo de la lengua. Pero ambos lados de la cuerda necesitan sus forzados y sus forzudos, para el espectáculo.

En esta cuestión de la lengua, pocos hay que sean sinceros, creo, y la insinceridad ha llevado a unos y a otros (aun perteneciendo a distintas iglesias) a la caricaturización de la realidad, al trazar argumentos simples y burdos. La realidad es siempre más compleja e inaprensible de lo que parece.

Veamos, la imposición de un idioma es tarea imposible, a no ser que se asuma como buena o necesaria dicha imposición, con lo cual no es imposición, sino aceptación. Esa es la causa de la perdida del euskara en amplias zonas del país. Pero nadie utiliza la lengua que no quiere, al menos en privado, que es el lugar donde hablamos con nosotros, el lugar donde nos hablamos. Hay un espacio inmune a las prohibiciones, el espacio donde cada cual se expresa en libertad, el lugar íntimo de la poesía, el lugar de la literatura.

La lengua transmite ideas que, a veces, son verdaderas y, a veces, falsas. Se miente mucho sobre la situación del euskara y se miente a sabiendas. Su estado de salud es mejor de lo que algunos están dispuestos a reconocer, y de lo que otros quisieran; pero en esto del idioma, como en otras cuestiones, cada cual llora o finge que llora con sus palabras, que luego se desvanecen entre el humo de la impostura. Lo más desconsolador es que apenas existe término medio. Quienes condenan la utilización política de la lengua, la instrumentalizan en cuanto pueden, porque existen intereses creados.

Los interesados, por supuesto, no hablan de dinero. No es la moda.

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