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O Navarra o nada

Lo peor del sectarismo es que nos encierra en un callejón sin salida. En medio de su griterío, toda palabra que se pronuncie acerca lo público, incluso la que busque romper ese sectarismo, sonará también a palabra sectaria. Antes de escucharla, ya se habrá decidido que proviene del amigo o del enemigo y suscitará aplausos o escarnios incondicionales. No es de extrañar que los argumentos, cuando se tienen, caigan en desuso en tan sucia pelea o adelgacen hasta quedarse en los huesos. Así se explica también la penuria de casi todo lo dicho sobre la coyuntura política de Navarra a partir de la propuesta de Batasuna para sumarla a la Comunidad Vasca.

Piensen un momento en ese recurso retórico de que "Navarra será lo que quieran los navarros". Se diría que, en un régimen democrático que se precie, lo mismo que vale para los navarros en esta particular tesitura vale también para todos los demás ciudadanos en cualquier otra. Hasta El Ferrol -si hubiera de ser consultado sobre algo de su estricta incumbencia- sería a fin de cuentas lo que la mayoría de los ferrolenses quisiera. Además de vacua, huele a fórmula un tanto tramposa. Esa manida receta apunta a una eventual respuesta de los navarros, que ya se conoce, pero pasa por alto la pertinencia de la pregunta misma, que sólo enuncia el nacionalismo vasco e invocando razones etnicistas. Pero lo difícil de entender es que el riesgo más grave que puede amenazar a un Estado, la secesión de una parte de su territorio (y ése es el sentido final expreso de aquella propuesta) no merezca mayor pronunciamiento del Gobierno y de los órganos centrales de su partido. El partido en el poder, que como los demás ha de contribuir a formar la voluntad política de la ciudadanía, se abstiene de cumplir esa función primordial y renuncia a hacer públicas sus propias preferencias acerca del futuro de Navarra. En cuanto al Gobierno, todo indica que su política aquí es la de no hacer política... por singular respeto a los navarros.

Este pronunciamiento de que no hay que pronunciarse encaja a la perfección en otras fórmulas predilectas de nuestro presidente. Recordemos así que, "en ausencia de violencia, todo es legítimo", ya sea la incorporación de Navarra a Euskadi o la deforestación del Amazonas. Claro que lo uno o lo otro será legítimo sólo si, junto a gastar modales pacíficos, ofrece fundamentos de justicia aceptables. De modo que no hay que extrañarse si, a la demanda de Batasuna, se responde que no hay que responder mientras aquélla no condene la violencia. ¿Y por qué no replicar a la vez que tanto la reivindicación anexionista como su respaldo por el terror durante estos 30 años carecían y carecen de todo derecho moral? ¿O es que, desaparecida ETA, aquellos apetitos nacionalistas sobre Navarra quedarían ya justificados? Sin ejercicio del terror, ¿cualquiera que sea el estatus político de Navarra valdrá igual y tendría que darnos lo mismo?

Para estar intranquilos en esta materia -por lo demás- no hace falta disponer de indicios de cesión alguna ni siquiera desconfiar torvamente de las intenciones gubernamentales. En realidad, bastaría con remitirse a la doctrina clásica de todo nacionalismo etnicista. Cuando Otegui -y ETA con él- pregona que "sin Navarra, nada", no manifiesta un capricho pasajero o una ambición personal insaciable, sino que se limita a reiterar los dogmas primeros de su fe compartida. Se resumen en los principios de que cierta afinidad natural y cultural entre pueblos vecinos (Navarra y Euskadi) les constituyen como una sola nación y que toda nación (Euskal Herria) tiene derecho a ser un Estado. El uno es en gran medida una falsedad de hecho, el otro es democráticamente indefendible, pero ambos principios son ideas prácticas que llaman con urgencia a hacerse realidad. Y si no es por las buenas, será por las malas.

Frente a aquella desvergonzada pretensión, sólo se escuchan entre nosotros dos réplicas y a cuál más insuficiente. De un lado, lo que reza la Disposición Transitoria 4ª de nuestra Constitución, una cláusula legal que tan sólo establece el procedimiento para una hipotética incorporación del viejo Reyno a la comunidad vasca. Eso no es mucho decir mientras, más allá de la legalidad, no se postule algún criterio de legitimidad que justifique semejante paso. Habría que preguntarse incluso si esa misma norma, al prever un cambio en la conciencia colectiva de la comunidad foral, no viene a asumir aquel falso principio nacionalista de que la pertenencia cultural ha de plasmarse en una unidad política. Concedamos sin reserva que una parte del territorio foral y de sus costumbres sean de tradición vasca, pero entiéndase enseguida que no por ello sus habitantes deben ni desean formar un cuerpo político con Euskadi; y menos aún con una Euskadi que alienta afanes de secesión. Mal que le pese al nacionalista, no hay contradicción entre sentirse parcialmente vasco y quererse, al mismo tiempo, ciudadano navarro.

Del otro lado, se hace valer como máximo argumento de un demócrata la pura y simple voluntad de los sujetos: si ellos quieren Navarra, nosotros no lo queremos, y a ver quién gana el pulso. En esta democracia empobrecida no hay otra tarea que votar, sin que importe la preparación ciudadana para esa tarea; sólo cuenta la voluntad de la mayoría, no la calidad de las razones que configuran y avalan esa voluntad. Y a quien nos recuerde aquí lo inútil del esfuerzo por persuadir al fanático, habrá que aclararle que no es el creyente nacionalista el primero al que dirigirnos, sino a los ciudadanos más próximos. Son éstos los que requieren razones que fortalezcan las suyas y les animen a enfrentarse a la simpleza arrogante del más bruto.

No es el momento de probar de nuevo la superioridad en términos de justicia política de nuestras razones frente a las contrarias. A todas ellas habría hoy que añadir otra no menos poderosa: evitar el desprecio postrero de las víctimas de ETA. No me refiero a olvidar las atenciones públicas que les debemos. Despreciar a las víctimas sería sobre todo olvidar, disculpar o disponerse a aceptar en cierto grado la causa política a la que fueron sacrificados. Pues hay una suerte de legitimación a posteriori de los crímenes de ETA. Si ahora se otorgara por fin algún fundamento a la reivindicación nacionalista sobre Navarra, esta meta política injustificable habría adquirido por ello la apariencia de justificada. Y se estaría declarando que los caídos en el camino han sido un coste necesario para alcanzarla.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco

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