Ilusiones perdidas
No hace tanto tiempo -quizá tres, cuatro o cinco años- en Cataluña se percibía un estado de ánimo en lo que a lo político se refiere que hacía presagiar que en un futuro no muy lejano iban a suceder cosas importantes. Un cambio de Gobierno, tras 23 años con el mismo presidente, y un nuevo marco jurídico donde desplegar el autogobierno eran los principales puntos donde se concentraban esos presagios. Para una parte importante de la población, uno de esos dos factores o los dos a la vez (nuevo Gobierno o nuevo Estatuto) eran motivo de esperanza y de ilusión. No sé si podríamos hablar de ilusión colectiva, quizá eso fuera exagerado, pero sí de ilusión ampliamente compartida hacia esos objetivos.
No se debe confundir el 'plan B' con la necesidad de disponer de un proyecto de ilusión compartida
No sin sobresaltos esos cambios sucedieron. Los objetivos se lograron. Las izquierdas catalanistas alcanzaron un acuerdo que les dio la llave del Gobierno de la Generalitat, que aún poseen, y el nuevo Estatuto catalán consiguió alzar el vuelo a pesar que la España plural y federal -que tanto nos tenía que ayudar- no supimos descubrirla ni sacarle provecho.
La paradoja, sin embargo, es que hoy aquella ilusión, aquel estado de ánimo, ha desaparecido. Podríamos narrar decenas de situaciones vividas en los últimos tres años para justificar por dónde y con qué motivo la ilusión fue evanesciéndose. Seguro que hay mil razones para dar cuenta de esa indiferencia que nos invade hacia lo político. Pero no hay que buscar razones para explicar por qué estamos donde estamos, sino intentar descubrir nuevos hilos para tejer nuevas complicidades que permitan, por pequeñas que sean, construir nuevas ilusiones compartidas.
En la política catalana hace tiempo que no hay sueños que nos guíen. Es cierto que la política no puede ser únicamente la expresión de proyectos a medio o largo plazo. Las necesidades del presente deben ser atendidas con el máximo rigor para evitar que el horizonte acabe escondiéndonos un presente chapucero. Nunca un proyecto político de horizonte puede olvidar el presente sin riesgo de generar fractura. Pero cuando en la política sólo se percibe el presente más descarnado es cuando los problemas de desafección pueden aparecer. Fíjense que he descrito el problema como de percepción. Poco importa si en la mente de los políticos hay ese horizonte. Si lo hay y no se percibe por parte de los ciudadanos, es como si no existiese.
El nuestro no es un problema del Gobierno o de la oposición. Mirar a derecha o izquierda no nos salva de esa percepción de aridez que caracteriza los territorios con poca vida. Por no saber, no sabemos ni qué vamos a hacer cuando el Tribunal Constitucional nos diga que de las ambiciones recogidas en el Estatuto que aprobaron primero las Cortes y después la ciudadanía, unas cuantas van a tener que ser recortadas. Los del PP y los de Ciutadans ya lo tienen claro: acatar sin rechistar lo que el Constitucional disponga. Son coherentes con su horizonte político y en ese punto nada que comentar. La cuestión no son ellos, que juntos no suman muchos apoyos, sino lo que piensan o crean los otros, que reciben un apoyo de más del 80% de los ciudadanos.
Ante la falta de un horizonte político sólido y como consecuencia de una falta evidente de liderazgo del Gobierno de Montilla, hemos asistido a la subasta de la autodeterminación. El ejercicio de este derecho puede ser todo un diseño de horizonte para el país -como mínimo, así lo creo-, pero cuando la apelación al mismo se convierte en un duelo dialéctico gallináceo para ver quién es más que el otro no sólo no estamos ante la expresión de un sueño colectivo, sino ante un ejercicio político en el que todo vale con tal de conseguir algún titular periodístico.
Utilizar el sueño nacionalista de la autodeterminación para solucionar un problema tan de corto alcance como es la imagen que como partido uno quiere proyectar a dos meses escasos de las elecciones municipales, es como matar moscas a cañonazos. No se trata de elevar al altar de la apelación al derecho de autodeterminación, pero tampoco de convertirlo en un producto de calçotada.
Lo más curioso de este amago de debate es la reacción de los principales líderes políticos españoles; la indiferencia más absoluta. Quizá ya saben que aquí y a estas alturas no hay más programa ni horizonte que el anar fent. Lo que se salga de este guión, deben de pensar -y con razón- en la meseta, no va en serio ni hay que dedicarle atención. Y eso sí es un problema. Cuando ya no nos queda ni don Federico para darnos caña, algo se tendría que poner a revisión.
El catalanismo siempre ha tenido esa capacidad para interesar en sus propuestas, y en su defecto para ofender. Hoy ni interesamos ni ofendemos. Quizá no nos toman en serio, y de ser así nos deberíamos preguntar a nosotros mismos qué estamos haciendo. El liderazgo del Gobierno catalán es exigible desde todos los puntos de vista. Y ahora que el Constitucional se está preparando para hablar, pocas veces como ahora se va a requerir el liderazgo gubernamental.
No se trata de ver al presidente Montilla encaramado al balcón de la Generalitat proclamando el Estat Català, como si de una reencarnación del presidente Macià se tratase. Sólo se trata de saber si existe un plan B, y en caso afirmativo, de qué va dicho plan. En cualquier caso, nadie debería confundir el plan B con la necesidad de disponer de un proyecto de ilusión compartida. Pero sin plan B es difícil que este Gobierno lidere cualquier otro proyecto a medio o largo plazo. Es cuestión de supervivencia.
jspicanyol@hotmail.com
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