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Columna
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La derechización del mundo / 2

A la memoria de Manuel Broseta, Valentín Paz Andrade, Antón Cañellas y Alfonso de Cossío, que apostaron por una derecha de progreso

Cuando la derechización alcanza a la derecha ésta radicaliza sus posiciones y se enfrenta con dos futuros que constituyen, como pareja, su destino inescapable: la derecha extrema y/o la extrema-derecha. Que no son un juego de palabras, sino una alternativa fundamental para la supervivencia de la democracia. Pues si la primera se sitúa en el último tramo del espectro democrático, pero sin salirse de él, y por ello tiene plena legitimidad, la extrema derecha desborda arrogantemente sus límites, se quiere y se produce extramuros de los principios y valores democráticos, se mofa de los derechos humanos y conculca todo lo que de ellos se derive. Lo que hace hoy de la extrema derecha el enemigo más virulento de la democracia. Sus formas múltiples van desde los grupúsculos nazifascistas que con sus uniformes paramilitares, sus cabezas rapadas y sus expediciones punitivas forman una trama entre grotesca e inquietante cuyo último ejemplar es la formación sueca Sangre y Honor, hasta la normalización banalizadora que suponen las variantes electorales, que ocupan ya un espacio notable en el escenario político europeo. El Frente Nacional en Francia, la Alianza Nacional y la Liga en Italia, los sucesores de Haider en Austria o el nuevo grupo Identidad, Tradición y Soberanía del Parlamento Europeo forman un continuum en el que la contaminación extremoderechista es cada vez más patente y difícil de evitar.

A la absolutización de los contenidos ideológicos ha correspondido una agresiva beligerancia en los modos verbales de estos partidos, con el recurso sistemático al insulto, así como en las prácticas políticas que han hecho del enfrentamiento público en calles y plazas, la forma más insigne de la acción política. La derecha moderada y los partidos históricamente democráticos situados en su ámbito han sido siempre hostiles a dirimir en la calle las diferencias políticas. Su respeto a la legalidad institucional y su mitificación del orden los ha llevado a privilegiar la contienda electoral y parlamentaria y a renunciar a la calle, preferencia a la que no ha sido ajeno su convencimiento de que en ese terreno, los militantes de ambos extremos llevaban siempre las de ganar. Los regímenes totalitarios en cambio han convocado sistemáticamente a los suyos a la celebración de sus glorias en espacios políticamente consagrados: Piazza Venezia, en Roma; plaza de José Martí, en La Habana; Puerta de Brandeburgo, en Berlín; plaza Roja, en Moscú; plaza de Oriente, en España... Frente a estas ceremonias del ego colectivo, sea de la nación sea de su régimen, con sus unanimismos orquestados desde el poder, la calle como espacio de luchas ha sido una reivindicación de los grupos radicales, sobre todo, aunque no sólo, de la izquierda.

La desconfianza de la derecha moderada hacia las acciones de masa tuvo una consecuencia decisiva en el proceso de la transición española. La fortísima movilización democrática de los años 1973 a 1977, de la que se da cuenta en mis libros Del franquismo a una democracia de clase (Akal, 1977) y Diario de una ocasión perdida (Kairos, 1981), se vio interrumpida con la creación, en marzo de 1976, de Coordinación Democrática y, siete meses después, de la Plataforma de Organismos Democráticos, a las que se designó como la Platajunta. Ahora bien para lograr la conjunción de todas las fuerzas democráticas, los partidos de la derecha civilizada exigieron que para cualquier acción en la calle fuese necesaria la unanimidad de todos sus miembros. Lo que dado su elevado número y la oposición frontal de algunos de ellos, las hizo imposibles. Se devolvió con ello la titularidad de la calle a los tardofranquistas que con Manuel Fraga a su cabeza la ocupaban con la fuerza de su policía política y de sus grises. Hoy las manifestaciones de Rajoy han rectificado el ominoso legado de su emblemático presidente de honor y han devuelto la patente democrática, aunque las gentes de orden la consideren excesiva, a nuestras plazas y calles. Desde mi opción, ésa es la gran baza, que por tanto alabo con una sola salvedad, que la obsesión por la revancha y el contagio extremista empujen al PP hacia la extrema derecha y le acaben sacando del recinto democrático. Lo que sería dramático para él, pero también para la democracia española.

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