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Columna
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Europa vista desde el paisito

Acaban de cumplirse cincuenta años de la firma del Tratado de Roma, y uno se pregunta ¿cómo percibimos en el paisito la idea de Europa? Los vascos siempre habíamos sido partidarios de la integración europea y, antes incluso de que se firmara el tratado que ahora se conmemora, las instituciones vascas en el exilio (con Agirre, Irujo, Landaburu, etc...) habían participado activamente en la fundación del movimiento europeo. La adhesión vasca al proyecto que representaba Europa tenía que ver en buena medida con los valores humanistas que estuvieron presentes en su nacimiento, pero también con la esperanza de que aquél constituyera un espacio político para la oposición al régimen de Franco y, en línea con ello, para el reconocimiento de las aspiraciones autonomistas y/o federalistas existentes en el País Vasco. Europa era en cierta forma una bandera, un símbolo de libertad, compartido por otra parte con toda la oposición antifranquista.

Con el paso de los años y, sobre todo, tras la evolución habida en el conjunto del nacionalismo vasco desde la transición hasta hoy -evolución en la que ETA ha tenido una marcada influencia-, Europa comenzó a ser vista en el paisito no tanto como el espacio de libertad desde el que oponerse a la dictadura franquista, sino como el eslabón capaz de unir el País Vasco al mundo, sin necesidad de pasar por España. Así, la vocación europeísta comenzó a constituir para algunos la prueba de que el nacionalismo vasco no era un proyecto excluyente, siendo capaz, por el contrario, de insertarse en el mundo. Europa surgía así como representación de la voluntad de los vascos de compartir una casa moderna, como la europea, y no la España rancia y de pandereta de buena parte de la historia reciente. "Necesitamos Europa porque España no nos sirve", han repetido una y otra vez dirigentes de todo el espectro político abertzale durante los últimos años. Sin embargo, es un hecho que el discurso que el nacionalismo vasco ha ido labrando desde la transición encuentra cada vez menos eco y simpatía en las instituciones europeas, o entre los sectores políticos que aún creen en un proyecto político y social para el conjunto del continente.

Pero no sólo ha cambiado el discurso del nacionalismo vasco. También lo ha hecho el propio proyecto europeo, el cual se ha ido desprendiendo paulatinamente de algunos de los ideales que le acompañaron en su nacimiento, para adaptarse a las exigencias de un mercado cuyas implacables reglas no entienden de solidaridad, de justicia social, ni mucho menos de culturas minoritarias o autonomías fiscales. Pese a los desesperados intentos de algunos por mantener viva la idea de un sueño europeo capaz de hacer frente al sueño americano; pese al espejismo de un proyecto colectivo y respetuoso con el medio ambiente, capaz de viajar en tranvía o en bicicleta, y contrario al proyecto individual y depredador de recursos que se mueve en automóvil al otro lado del Atlántico, lo cierto es que la Unión Europea no genera hoy ilusión alguna como alternativa o como proyecto social, político, o cultural, tal vez porque hace tiempo que dejó de serlo. Es posible que Europa mantenga rasgos de ese espacio caracterizado magistralmente por George Steiner (La idea de Europa. Siruela, 2004) como un paisaje abarcable, moldeado y humanizado por pies y manos, opuesto a la inhumana e inabarcable extensión de otros continentes. Pero es improbable que Europa pueda percibirse ahora simbolizada en cafés donde se conspira y se cotillea, o en el peso de una historia de matanzas y sufrimiento sobre la que se fraguaron unos valores civilizatorios, tal como señalaba el propio Steiner.

En este contexto, hoy en día, algunos países europeos, como la Polonia gobernada por los gemelos Kaczynski, encarnan buena parte de lo que era la España cañí, mientras nuestro país representa, a los ojos de muchos europeos, algunos de los ideales más característicos de la modernidad. De ahí que tratar de hacer política en el País Vasco mirando a Europa, pero dando la espalda a España, sea probablemente un mal negocio. Es un mensaje que no interesa a casi nadie en Europa y que, hoy por hoy, encaja mal con las aspiraciones de libertad y justicia social de la ciudadanía vasca.

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