La demolición de la justicia constitucional
Hemos llegado ya a un punto en el que los argumentos sobre lo que hará o no hará el Tribunal Constitucional se sustentan en cálculos basados en la obediencia de los magistrados a los partidos que los han llevado hasta allí. En estos días se ha afirmado sin rubor que la recusación de un magistrado no era sino una pieza de estrategia destinada a dejar al partido gobernante "en minoría" dentro del Tribunal. Y los mismos que, según se dice, han urdido semejante estrategia se rasgan ahora las vestiduras porque una enmienda de última hora al proyecto de ley que se está discutiendo en el Congreso consolida a la presidenta del Tribunal hasta tanto no se elija al siguiente. Lo que les irrita es que eso volvería a alterar el juego de mayorías y minorías para los próximos meses. No estaban, pues, dando razones de fondo sobre lo bueno o lo malo de tal consolidación, sino disputando crudamente quién va a tener el voto de calidad en ese tiempo. El asunto, como se ve, no tiene nada que ver con la sabiduría constitucional ni la reconocida competencia. Se trata, lisa y llanamente, de ganar la partida política. Para ello lo que se necesita es armar una mayoría de magistrados de la propia cuerda. Lo demás es secundario.
Todo eso sería un juego simplemente aburrido o repugnante si no fuera porque semejantes operaciones nos llevan a una conclusión deplorable. Si lo que se dice es cierto, aquella justicia constitucional que estrenamos con esperanza hace no muchos años como una impronta nueva de nuestro sistema jurídico y político se encuentra hoy por hoy al borde de la demolición al haber sido traicionada en sus mismos fundamentos. No es una exageración. Cuando la Constitución exige que los magistrados constitucionales sean juristas de reconocida competencia elegidos preferentemente por mayorías parlamentarias cualificadas, lo que pretende precisamente es sacar al tribunal de la dinámica política cotidiana, de forma tal que no se constituya como un mero reflejo del juego de mayorías y minorías ni actúe a su dictado. Los mecanismos judiciales de control de constitucionalidad han producido siempre cierta perplejidad porque tienen una naturaleza claramente "contramayoritaria", es decir, se superponen a las mayorías electorales y suscitan por ello la pregunta sobre la razón de ser de un órgano decisorio que no es elegido por los ciudadanos ni políticamente responsable, pero tiene competencia para decir a los representantes políticos del pueblo que hay cosas que no se les permite hacer. La respuesta a esa pregunta es clara: la Constitución no puede estar a disposición de quien gane unas elecciones por la sencilla razón de que es vinculante para todos. Entre nosotros todos los especialistas se han hartado de repetir que no se trata de una norma meramente programática, ni de un haz de buenas intenciones y deseos, sino de un conjunto articulado de normas jurídicas con fuerza de obligar. Naturalmente, esto reza también para quien legisla, con sus mayorías y sus minorías. Y precisamente de ello extraen los tribunales constitucionales su peculiar naturaleza y la facultad de controlar si la actividad legislativa se ajusta o no se ajusta a la Constitución. Pero para concebir un mecanismo tal es preciso presuponer que existe una interpretación independiente y objetivada del texto constitucional como parámetro de convivencia superior a las versiones que de él puedan dar las diferentes sensibilidades políticas de los grupos parlamentarios. Por eso se exige un perfil especial de competencia e independencia a los magistrados constitucionales, para que sean capaces de dar con esa interpretación.
Lamento tener que recordar cosas de todos sabidas, pero el hecho es que son muy sabidas pero poco practicadas. El intento de nominar para el Tribunal a jueces obsequiosos o parciales se ha transformado en un vicio institucional que parece anidar en todos los partidos sin excepción, aunque llegó hasta extremos descarados con la mayoría absoluta del Partido Popular. No es necesario decir que constituye una negación palmaria de esa filosofía del control judicial de constitucionalidad. Ya no se trata de gobernar o legislar bajo el imperio de la Constitución leída y aplicada por
jueces diestros e imparciales, sino de prolongar la mayoría legislativa en una correlativa mayoría judicial en el Tribunal para hacer de la Constitución un documento abierto que se pueda amoldar a nuestro antojo. No es un juicio poco meditado. Llevamos ya muchos años asistiendo al espectáculo de los partidos políticos y sus correlatos parlamentarios dándose a la práctica lamentable de obstaculizar o condicionar los nombres de los candidatos al Tribunal con el objetivo cristalino de situar en él a personas de su propia sintonía. Hace tiempo que las renovaciones del Tribunal se dilatan hasta extremos escandalosos y se ofrece a la vista de los ciudadanos un mercadeo francamente deplorable. Ya fuimos en tiempos testigos de la utilización del recurso previo para hacer obstruccionismo parlamentario, y se nos anuncia ahora que algunos pretenden volver a ponerlo en vigor: seguro que con exquisitos afanes de pureza constitucional. El Gobierno, cualquier Gobierno, parece abocado a forzar las cosas de forma que obtenga una mayoría de magistrados en el Tribunal, y el principal partido de la oposición, cuando se encuentra por casualidad o herencia con esa mayoría, como sucede ahora, no se preocupa por hacer justicia constitucional sino oposición política. Pretende conseguir con ello que las sentencias constitucionales, como los dados tramposos, vayan cargadas de pesos que desarbolen la política del Gobierno. Da lo mismo su contenido constitucional.
Nada hay más expresivo de esta actitud corrosiva que la sorprendente lectura que ha acabado por hacerse de la exigencia legal de mayorías cualificadas para elegir a los magistrados. En lugar de impulsar la confluencia de fuerzas políticas hacia personas indiscutibles, como parecía la intención del Constituyente, hemos concluido que las normas son instrucciones para repartirse el pastel por cuotas. Y cuando uno no consigue su cuota paraliza el procedimiento con el veto que le ofrece la mayoría cualificada. Si se da el caso de que alguna minoría está coyunturalmente apoyando a un Gobierno, tal minoría reclama también "su" magistrado. Esto se ha venido a reflejar hasta en la nueva ley que se proyecta: las "autonomías", que disponen usualmente de unos preciosos votos en el Congreso y en el Senado, propondrán también algunos jueces. Si no se les conceden, ejercerán el veto o minarán al Gobierno.
Vamos a llegar a tan rara maestría en estas artes del prorrateo que el Tribunal acabará por ser una fiel representación a escala del Congreso de los Diputados. Pero si llegamos a eso, ¿para qué queremos el control judicial de constitucionalidad? ¿Para revestir de sesudas cogitaciones jurídicas una decisión ya tomada de antemano? Para eso bastaría con un comité proporcional de diputados y un par de especialistas en retórica forense. O mejor, sobraría todo. Así ahorraríamos sueldos y dilaciones. Porque si acabamos, como vamos camino de hacerlo, en la pura "mayoritarización" política, el Tribunal se parecerá cada vez más al Consejo General del Poder Judicial, del que todo el mundo piensa ya que no se puede caer más bajo en lo que respecta a degeneración institucional: alcaldadas, decisiones cantadas, abusos de competencia y trapicheo en los nombramientos. Si esta singular hazaña se llevara hasta el Tribunal sería fácil pronunciarse en materias constitucionales: bastaría con calcular cuántos magistrados tiene cada partido. De lo que, paradójicamente, no nos enteraríamos nunca es de si una ley es o no es anticonstitucional: por ejemplo, de si el Estatuto de Cataluña se ajusta o no se ajusta a la Constitución. Todo lo que sabremos es si el Partido Popular ha ganado la partida, o si no ha conseguido ganarla. Pero esto, claro está, no tiene nada que ver con la justicia constitucional.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
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