Google-'gúguel'
Para qué vale un Congreso de la Lengua? O, quizás, la pregunta debería ser: ¿para qué valen, generalmente, los congresos? Muchos creen que se trata de organizaciones al servicio del turismo de lujo, pretextos para evadirse por unos días del tedio cotidiano y, de paso, encontrarse con colegas e intercambiar experiencias, muy poco enriquecedoras contra lo que reza el tópico tradicional. También suelen constituir abigarradas colecciones de egos, que pugnan por sentarse en los mejores sitios del protocolo, entendiendo que son aquellos que se avecinan más al poder político y sus representaciones. Es frecuente que los congresos -incluido el famoso de Viena- adopten resoluciones que nadie cumple, anuncien investigaciones que nunca culminan y esparzan al viento discursos que jamás ningún mortal escucha. Por lo demás siempre hay mecenas privados o públicos dispuestos a financiar con largueza sus vanidades, a veces tan esmirriadas como el aparecer en una fotografía junto a un jefe de Estado.
Ponerse de acuerdo sobre el significado de las palabras es ya comenzar a ponerse de acuerdo sobre las cosas mismas
Estoy seguro de que el Congreso Internacional de la Lengua que se inaugura la semana que viene en Cartagena de Indias no podrá librarse de alguna de estas lacras -si es que lo son- que resultan inherentes a la condición misma del evento. Pero en el caso de los congresos de la lengua, a todas cuyas ediciones he tenido ocasión de asistir, existen matices, y hasta meollos, que mucho justifican su celebración. No es, de todos ellos, cuestión menor el hecho de que la lengua española sea un patrimonio común de más de cuatrocientos millones de seres que habitan, mayoritariamente, en una de las zonas de mayor desigualdad social y económica del planeta. Pese a las muchas riquezas naturales que albergan numerosos países latinoamericanos, probablemente la materia prima más apreciada y la peor explotada de cuantos todos poseemos es esta lengua, férreamente unitaria por decisión de quienes escriben su norma, que constituye de por sí un valor inapreciable en la sociedad global de la comunicación. De cómo seamos capaces de transformar y distribuir dicha materia prima convertida en cultura, de añadirle valor como dice la jerga al uso de los bancos de inversiones, depende en gran medida el desarrollo y la redención de esos pueblos que no han encontrado, tampoco en la democracia, respuesta a sus problemas seculares.
El mayor interés del congreso cartagenero -y de cuantos le precedieron- es que emana del compromiso y la cooperación de organismos cívicos como son las Academias de la Lengua. El hecho de que los Reyes de España y los jefes de Estado de cada país anfitrión hayan apadrinado estas reuniones no debe confundirnos respecto a la tarea de las autoridades públicas en la materia. Cuantas experiencias se han llevado a cabo en la historia para imponer usos o normas lingüísticas mediante decretos leyes han salido bastante churrascadas una vez que se ha dejado a los hablantes ejercer su libertad de tales. El valor de las Academias, a comenzar por la española, es que se trata de instituciones de la sociedad civil, no sometidas al poder político, incluso si éste las ampara, y que trabajan en pie de igualdad, independientemente del número de habitantes de los países a los que corresponden.
Esta manera de actuar respon
de a una consideración de la lengua como medio de comunicación antes que como expresión de una identidad, individual o colectiva. Eso no quiere decir que éste sea un aspecto pequeño o marginal del uso del idioma, entre otras cosas porque de él nos valemos para hablar con nosotros mismos, para reflexionar y para soñar. Pero en un mundo posmoderno como el que vivimos, arrasado por identidades de todo tipo, merece la pena ensalzar el empleo de las palabras como definidoras de una serie de valores y criterios universales, aplicables a toda persona, en todo tiempo y lugar, y que la humanidad parecía haber comenzado a expresar con acierto a partir de la Ilustración. Es la crisis de estas definiciones lo que late en el fondo de muchos de los conflictos actuales. Por lo mismo, ponerse de acuerdo sobre el significado de las palabras es ya comenzar a ponerse de acuerdo sobre las cosas mismas. El diccionario puede convertirse, así, en un escudo contra la ambigüedad del poder y la contradicción del terror.
En la era de la globalización, la existencia de una lengua tan unitaria como la nuestra puede convertirse, además, en una verdadera arma de destrucción masiva frente a las injusticias y agravios que padecen los pueblos iberoamericanos. A condición de que no se burocratice y huyamos de la hipérbole que tanto complace a los dirigentes. Una de las cuestiones que abordará este congreso, por ejemplo, versa sobre el empleo del español en la ciencia moderna, tan escaso que es algo que empuja a la depresión. En realidad parece una discusión bastante bizantina. El español será fuerte en la ciencia cuando ésta se desarrolle en un ámbito mayoritariamente hispanohablante, lo que no es el caso, y no ha de serlo en mucho tiempo. Naturalmente que estoy de acuerdo en proceder cuanto antes, y mediante consenso, a la unificación del léxico científico técnico, muy fragmentado en nuestras comunidades, pero tratar de imponer artificialmente el uso del castellano en la investigación y la divulgación científicas me parece un empeño casi estéril. Mucho más útil sería, en cambio, invertir gente y dinero en la construcción de lenguajes informáticos que utilicen el castellano, algo en lo que todavía estamos a tiempo de progresar, aun si los plazos parecen cada vez más ajustados.
Entre las muchas cosas que los hispanohablantes deben saber es que el principal utensilio de búsqueda que las Academias y los lingüistas utilizan para averiguar la cadencia de uso y el sentido de las palabras en español se llama Google, un término cuya grafía en nada corresponde -a ojos hispanos- al sonido con que se expresa. ¿Deberíamos escribir gúguel cuando nos refiramos al famoso buscador? ¿Habría que pronunciarlo de acuerdo con su sonido en español y no como lo hacen los ingleses? Ésta puede parecer una cuestión baladí, pero la invasión de barbarismos en el vocabulario técnico, informático, científico, económico y deportivo va a multiplicarse, tanto en cantidad como en la velocidad con que se produce. Me pregunto si debemos resistirnos a ella o preferiremos tratar de integrarla en nuestro multiculturalismo cotidiano.
Es probable que algunas de es
tas reflexiones nos sean útiles para responder a la pregunta con que comenzaba este artículo. Si el Congreso de la Lengua que, bajo los auspicios de Colombia, se celebra la próxima semana sirve al menos para tomar conciencia, una vez más, de la importancia de mantener un sentido unitario del español (un solo diccionario, una sola gramática, una sola ortografía), bienvenidos sean entonces los variados charivaris que acompañan estas reuniones, en los que desde luego me apresto a disfrutar. A condición de que el oropel del poder y lo oscuro de los funcionarios no asfixie las preocupaciones de académicos, científicos, intelectuales y literatos. Aunque, bien mirado, siempre nos quedará el mucho consuelo de poder felicitar a nuestro Nobel García Márquez en su ochenta aniversario.
Juan Luis Cebrián, de la Real Academia Española, es periodista y novelista.
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