Enseñanza y conocimiento
No hay efecto sin causa, decía Aristóteles, y toda esa revolución educativa de que he hablado en un artículo anterior, idealista pero utopista y en gran medida de malos resultados, tiene unas causas.
He especulado largamente sobre sus causas en mi libro Defendiendo la enseñanza de los clásicos griegos y latinos y en muchos otros lugares. He hablado del dominio de la enseñanza por los psicopedagogos y los políticos, con frecuencia alejados de nuestra cultura; de la sociedad permisiva y las evasiones y desvíos que propicia; de la demagogia, que hace aparecer como populares causas de unos pocos; del "presentismo" y el abandono de la historia y los estudios serios; del deseo bienintencionado (pero frustrado) de retirar a los chicos de la calle y aparcarlos en un lugar lo menos exigente posible; de la presión de una internacional igualitaria y acultural, en conexión con el marxismo; etcétera.
La didáctica tiene que ser impartida precisamente por los conocedores de las distintas materias
La razón de todo, en lo profundo, está en la desatención al conocimiento, que llega a la hostilidad
Pero en el artículo a que aludo añadí algo que creo que es importante. Algo por lo demás anticipado muchas veces y subrayado ahora por un artículo muy crítico, "La guerra de los cuerpos: un proyecto para rematar la enseñanza", de un profesor de Secundaria, Javier Orrico (en La Ilustración liberal, del año pasado). Me ha estimulado a volver a la lid, como al caballo ya viejo al que hace correr el aguijón.
Ya lo he dicho: la razón de todo, en lo profundo, está en la desatención al conocimiento, que llega a la hostilidad. A que es sustituido, en determinados círculos, por las entelequias que ya esbocé, no falsas en sus principios, sí en su absolutismo, en su parcialidad, en su imperialismo, diríamos. A saber, entre otras, la enseñanza lúdica, la promoción del "aprender a aprender" y de la creatividad del alumno, el papel subordinado del profesor: entre predicador, confesor y frontón en el que rebotan las preguntas.
De un profesor cada vez más alienado, puesto que fue la Ciencia lo que se le enseñó, lo que iba a enseñar a un círculo de alumnos interesados y a los que él interesaría más. No le formaron para didacta laico de la conducta, que se suponía que los padres, la sociedad misma, la experiencia asimilada inteligentemente, la moral tradicional católica o no, la lectura y mil voceros más se la enseñarían al niño y al hombre.
Pero antes de profundizar en el tema y en los nuevos ideales (tan poco liberales, pese al igualitarismo) que buscan sustituir el del conocimiento arrasando, en opinión de muchos, la enseñanza, antes de esto contaré una pequeña anécdota.
En primavera de 1984 la Sociedad Española de Estudios Clásicos, en respuesta a un Libro Verde del Ministerio de Educación, publicó un "Informe sobre la reforma de las Enseñanzas Medias" que criticaba la reducción del Bachillerato y el rebajamiento de los niveles. Una delegación formada por los profesores Laín, Tovar, Fontán y Gil Fernández, lo más granado de la intelectualidad que dicen, y por mí mismo, intentó ver al Ministro Maravall, a ver si parábamos aquello.
Nos envió al Director General de Enseñanzas Medias don José Segovia. Y cuando yo le pregunté que en qué iban a quedar los conocimientos de los alumnos en la enseñanza recortada que se proponía me contestó más o menos (llego al centro de la anécdota): "Eso se aprende en las enciclopedias y la televisión". Pero corto la digresión y vuelvo al tema.
Orrico se refiere en su artículo a la profesora de Didáctica de la Universidad Autónoma de Barcelona Pilar Benejam, que en la página web del Ministerio de Educación resume las conclusiones de un seminario organizado por el propio ministerio sobre la formación inicial de los profesores de Bachillerato.
Habla de la LOGSE, de su "teoría educativa actualizada" y señala críticamente que "de manera inexplicable, gran parte de los profesores, los políticos y la sociedad en general siguió confiando en que para enseñar a nivel de secundaria lo realmente importante era una buena preparación académica". Según ella, la misión del profesor es "ayudar a buscar información". "El estado de Bienestar es contrario a la excelencia, la calidad, el esfuerzo, la selección". Etcétera.
En definitiva (y ahora habla Orrico, ¿para qué voy a reformularlo yo?): se propone que "un mero barniz divulgativo bastará (a los profesores)... lo importante pasa a ser su formación psicopedagógica, bien instruidos por los didactas en desplazar los conocimientos del eje de la enseñanza".
¿Para qué más? El conocimiento era (y es) el gran orgullo de los griegos y de Occidente. Exige la memoria, sin la cual no hay base para saber ni organizar nada. Y la inteligencia, para poder criticar y construir sobre ella. Todo lo demás, sin el conocimiento, es cosa vana, humo. Y solo se puede enseñar lo que se conoce.
Eso sí, la didáctica tiene que ser impartida, precisamente, por los conocedores de las distintas materias, partes varias de un mismo conocimiento.
Ahora hablo yo y propongo: este ideal del conocimiento debe seguir siendo el central, quitando adherencias que estorban y aun imposibilitan la labor del profesor.
Y rápidamente quiero insistir en que el panorama español se repite más o menos en otros países, donde grupos semejantes o iguales a los nuestros acaparan el poder educativo -frente al profesorado. En mi El reloj de la Historia ofrezco un amplio panorama de esas ideas y otro de los defensores de la Ciencia, la competitividad, la responsabilidad, la excelencia, la cultura a secas.
Me limito a citar a Jacqueline de Romilly, helenista de primera fila y miembro de la Académie Française, defensora de nuestra tradición cultural, amiga mía y autora de un libro esencial, L'enseignement en détresse. Me basta con citar los títulos de algunos capítulos, en traducción española: "La corriente invasora de la ignorancia" (con el elogio del esfuerzo), "El igualitarismo contra la emulación", "La politización", "La urgencia práctica o la cultura".
Parece como si estuviéramos en un mismo país. En realidad, hoy todo el mundo tiende a ser un mismo país, con sus glorias y sus derrotas. Ojalá estas sean pasajeras. El hombre siempre se repone al final, sale a flote de sus peores momentos.
Me queda por tocar, entre otros, un tema. ¿En qué medida la mentalidad igualitaria de que hablo tiene relación con el partido socialista? O bien, ¿se busca crear un hombre gregario y sin crítica, como algunos dicen?
El igualitarismo es algo hoy generalizado, pero tiene variantes, como ya entre los griegos, como siempre. Hay la igualdad de oportunidades, que todos favorecen, al menos de palabra; hay la igualdad en la ignorancia. Teóricamente, habría la igualdad de los sabios.
Pues bien, es cierto que ciertas corrientes pedagogizantes han infiltrado a los gobiernos socialistas, en cierta medida a todos, es un fenómeno universal. Hacen presión insistente y hábil, tienen algunas razones de partida, pocas de llegada.
Pero quiero insistir en que el partido socialista era, en sus orígenes, humanista y culto. Lean a Fernando de los Ríos. Recuerden a Jules Marouzeau, el gran latinista y bibliógrafo francés, un socialista. Recuerden la labor cultural de socialistas y republicanos durante la segunda República española y el plan de Bachillerato de la misma. No es impensable que el socialismo gire, que intente hacer compatible lo que solo en apariencia es incompatible.
Y quiero terminar diciendo que la invasión psico-pedagógica de que hablo, mezcla de una cultura separada de la nuestra y de deseo de expansión y poder, es algo cuyo gran despliegue tuvo lugar tras la segunda guerra mundial, no antes. Siguió la desorientación o temor de los políticos. Y el descubrimiento de que la enseñanza podía aprovecharse políticamente, descubrimiento del sueco Palme.
Los profesores estaban en otra onda, seguían en la brecha. O se rendían, según los casos. Íntimamente, pocos han sido los convencidos.
En estas estamos. Esperando a que la sociedad recobre la fe en el conocimiento, patrimonio ahora de los especialistas. Pero amado también por más seres humanos de los que a simple vista parece.
Francisco Rodríguez Adrados es miembro de la Real Academia Española y de la Real Academia de la Historia.
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