"Soledad, vacío, silencio"
Las misivas enviadas por la enferma a la asociación Derecho a Morir Dignamente reflejan sus altibajos y temores
La carta de encabezamiento formal y destinatario desconocido que firmó Inmaculada Echevarría el 10 de octubre de 2006 fue el inicio de muchas cosas. De un recorrido de 155 días que ha acabado como ella quería; de un proceso que abre puertas en España y de una correspondencia, salpicada de visitas y horas de conversación telefónica, en la que la enferma desgranó sufrimientos, desánimos y miedos. Escribió pocas palabras alegres, aunque sí muchas de gratitud a los que la estaban apoyando.
"Llevo una vida de gran soledad, vacío y silencio. El trato es frío y emocionalmente lejano [...]. Sé que es difícil ponerse en mi lugar, pero os pido que lo intentéis". Poco más de un folio le bastó para resumir en su primera misiva cuatro décadas de enfermedad. Echevarría contó que nunca quiso la máquina de ventilación mecánica, pero que se la pusieron "en contra" de su voluntad (este último comentario, resaltado con mayúsculas). "Asumo mi enfermedad, pero no los métodos artificiales de alargarla de manera inútil, aumentando el dolor y desesperación que ya sufría y que esperaba que acabara con la muerte natural". "Pido que se me ayude a morir libremente y sin dolor", escribió, otra vez en mayúsculas, antes de despedirse: "Espero vuestras noticias con ansia, dejando mi esperanza encerrada en este sobre, gracias por escucharme".
La carta llegó a sus destinatarios, que se pusieron en contacto con ella. Dos semanas después, la visitaron en el hospital. La enferma se hizo socia de DMD para poder recibir su ayuda, aunque, dadas sus circunstancias, se la consideró exenta de los 42 euros de cuota anual. Aun así, su abogado, que confesó que consideraba "ilegal" lo que su cliente pedía, anunció unos días más tarde que Echevarría se desvinculaba de DMD. Pero ella pidió un bolígrafo y papel y aclaró las cosas: "¿Qué tal? No quiero que me borres de ser socia vuestra, ¿de acuerdo? [...] La que está en una cama y la que sufre soy yo. Nadie pasa por mí lo que yo estoy pasando. Cada uno va a su rollo y nadie se moja el culo por nada ni por nadie. La vida es así de cruel", escribió en su segunda carta, que ya dirigió personalmente a la persona que le respondió a la primera y se había hecho cargo de su caso. La enferma, que autorizó al destinatario a publicar la correspondencia cuando todo hubiera acabado, ya advertía a quienes quisieran quitarle de la cabeza la idea de anticipar su muerte que tenían pocas posibilidades de éxito: "No hay nada ni nadie que me haga cambiar de idea. Soy de ideas fijas. Para mí la vida es una mierda y no hay que darle más vueltas".
Había notado que su entorno era mayoritariamente reacio al camino que ella había emprendido, pero buscó salidas. "Cada vez que puedas me llamas por teléfono. Tiene unos auriculares que se ponen en el oído y nadie escucha, pero si hay gente por medio no podré hablarte claro, pero tú me preguntas y yo te diré sí o no, tú ya me entiendes, ¿vale?". A Echevarría siempre le sobró convicción, pero a ratos le faltó optimismo. "Sobre la solicitud que hice, me van a decir que no, y si no ya lo verás. Lo veo difícil y la suerte no está de mi lado". "No quiero palabras bonitas, quiero hechos. Por favor, necesito que me ayudes de corazón", se despedía en su segunda carta.
La tercera la escribió a final de año. Había recibido otra visita del voluntario de DMD de Madrid y empezaba a sentir que su esfuerzo no caía en saco roto. Se había creado una relación de confianza y ella ya se atrevía a mandar sus cartas manuscritas, sin encabezamientos formales ni despedidas contenidas. Empieza con "¡Hola!", acaba con "un beso", firma "Inma" y confiesa sus altibajos: "Cuando vienes a verme o me llamas me quedo tranquila, pero luego ya me entran mis dudas y mis miedos, eso me acobarda y me vengo abajo".
Para entonces, su solicitud había reabierto el debate sobre el derecho a programar la propia muerte y la enferma temía que la discusión estancara su caso. "Lo que yo pido no es eutanasia. Se confunden las cosas porque no les conviene escucharme y menos ayudarme [...]. Sólo pido que me seden, que me quiten la máquina que me mantiene artificialmente con vida, morir sin dolor y no darme cuenta de nada". La excusa de que el carácter religioso de su hospital complicaba las cosas no le vale: "Aunque corra riesgo por los huesos no me importa trasladarme adonde sea el día que me lo vayáis a hacer, pero hay que estar seguros. Ten en cuenta que si me voy y pido el alta ya no puedo volver aquí más. Mi cama la ocupan y no hay sitios. Así que primero asegúrate bien de todo y luego manos a la obra". "Yo no quiero que te pase nada a ti ni tampoco a nadie. Ésa es mi duda y mi miedo", confiesa.
Aunque su peor pesadilla era otra: fracasar en su intención de morir pronto. "Tengo miedo de que no se cumplan mis deseos. Mis deseos ya sabes tú cuáles son. Por eso me vengo abajo muchas veces, lo paso mal y me harto de llorar", escribió a finales de enero. Era su cuarta carta, la última que envió a DMD, y los gritos de auxilio se mezclaban ya con la impaciencia. "Estoy en mi derecho y en mi libertad. ¿Por qué me lo niegan? ¿Por qué no lo hacen ya de una vez? ¿Por qué tantos rodeos?". No sabía que apenas una semana después, el Comité de Ética andaluz iba a respaldar su petición. Su última despedida antes de los dictámenes de los expertos andaluces es una súplica, la de una mujer que no se atrevía a creer que, por primera y última vez en su vida, las cosas le iban a salir bien: "No me des falsas esperanzas, por favor".
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