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La bomba del bien limitado

La consideración sobre lo plausible del uso de bombas atómicas sobre objetivos tácticos nunca ha cesado. Sólo la determinación adecuada del tamaño de estos objetivos previene el integrarlas, resueltamente, en el arsenal militar de armas. El tamaño, en este caso, implica, sobre todo, proporción. Para encontrar esta proporción hay que descartar las apariencias. Parece, en efecto, que un arma tan poderosa, de tanto efecto destructivo concentrado, deba ser utilizada sólo si existiera una correspondiente amenaza de la parte enemiga. Debe desdeñarse esta apariencia, que es contraria a la lógica de la dirección de la guerra, que busca imponer condiciones, incluso las más extremas, al enemigo y que es también desmentida por el único precedente de uso de bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, consiguiendo la rendición incondicional del Imperio del Sol Naciente.

La consideración acerca del posible uso de bombas atómicas sobre objetivos tácticos nunca ha cesado

Por otra parte, el tamaño viene determinado por la naturaleza y magnitud de la parte enemiga. Ambas cosas deben ser formuladas creíblemente para que el uso de la bomba atómica sea percibido como proporcional y, por tanto, necesario. La cuestión, en el fondo, consiste en ser capaz de graduar, a la baja, con pericia la enormidad de la potencia de daño; en saber limitar el disfrute de la destrucción inducida. Debe recordarse que el uso anteriormente hecho del arma no fue contra ningún ejército concentrado, sino contra aglomeraciones civiles declaradas blanco militar. Así que no existe realmente precedente del uso del arma contra un ejército beligerante. De este modo, la proporcionalidad sólo puede conseguirse disminuyendo el efecto destructivo para adecuarlo a blancos más discretos. Es, por decirlo, como disponer de un gran trueno, como el Dios del Antiguo Testamento, y disponer de él limitadamente, con restricción. La bomba tendría, pues, por objetivo alcanzar un bien limitado, alejado con claridad de cualquier exterminio. Así, la bomba obtendría un lugar en el elenco convencional de armas. Pero, a la vez, sería un arma suprema concebida únicamente como castigo extremo y, sin embargo, repetible. Si careciera de esta repetibilidad perdería su efecto de punición retributiva e intimidante.

Sólo falta encontrar al enemigo merecedor de un tal castigo, de una tan severa corrección. Puede, fácilmente, darse el caso de que se trate de un enemigo cuya amenaza no sea homogéneamente militar, sino disipada con incontrolables rebrotes fruto de una contestación civilizatoria simple, como que de repente los blancos seamos infieles de algo. Ahí debería considerarse la plausibilidad del castigo procurando alcanzar un bien limitado.

De todo esto hablaron seriamente un día, en Londres, en un año anterior a 1978, el agente Castle, del servicio de inteligencia británico, y un tal Cornelius Muller, espía veterano del Gobierno surafricano de Pretoria. El propósito era, justamente, la oportunidad de usar armas atómicas tácticas, "una expresión tranquilizadora", apuntaba Muller, contra la amenaza negra procedente de un "país casi desierto y muy lejano" -descrita así por el mismo Muller.

El espía, que en su escasa vida civil pasaba por ser Graham Greene, de profesión novelista, dio un resumen de la conversación en la novela The human factor (1978). Hay en ella cuatro cuestiones notables cuya rememoración podrá satisfacer, creo, la curiosidad del lector. Primera, ambos agentes concurren en la necesidad de ver las cosas del mismo modo: ver la amenaza tal cual es, siendo, sin embargo, dispersa e indecible. Muller sólo alude a "nuestra sobrevivencia" para situar el lado en el que están. Este acuerdo profundo hace posible ahorrarse los detalles de toda la operación. Segunda, la necesidad, a cargo de los Estados Unidos de América, de la extensa vigilancia, electrónica y aérea, de la amenaza negra que se cierne sobre aquella remota región. Tercera, el uso de la bomba haría casi innecesaria la intervención de tropas de infantería ocupantes. La operación tendría sólo un carácter estrictamente punitivo. Cuarta, cuando el pusilánime Castle, ignorante todavía de su final como espía soviético acabando sus días en un Moscú desafecto, le pregunta a Muller por los previsibles efectos de las armas atómicas tácticas sobre tantos negros muertos que puedan, eventualmente, esperarle en el otro mundo, obtiene una respuesta concisa: "Terroristas. No pienso encontrarme con ellos, de nuevo". Insiste Castle: "No quise decir los guerrilleros, sino todas las familias del área infectada. Criaturas, niñas, las viejas abuelas". Y Muller contesta: "Espero que vayan a su propio cielo". La idea, tan seria, de un paraíso por separado hace dudar a Castle. Cornelius Muller se apresura a replicarle que no cabría esperar que ellos, los de la negra amenaza, disfrutaran de nuestro tipo de cielo, y que, en todo caso, eran los teólogos quienes debían de pronunciarse sobre la cuestión. Y concluye recordándole que los ingleses, ellos, los del agente Castle, no dejaron a salvo, precisamente, a los niños de Hamburgo durante los bombardeos de la II Guerra Mundial.

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He mencionado esta conversación para señalar cuán antigua e inhibida era la consideración sobre la bomba táctica nuclear como castigo proporcional para terroristas. Mucho tiempo después, el 12 de septiembre de 2005, justo cuando contraje aquella corrosiva enfermedad del alma, un diario de Barcelona daba la noticia, firmada por un corresponsal en Nueva York, de que el Gobierno de George Bush preveía el uso preventivo de armas nucleares contra países u organizaciones terroristas que poseyeran armas de destrucción masiva. El plan se mencionaba en un documento titulado Doctrina de Operaciones Nucleares Conjuntas, elaborado el 15 de marzo de aquel año. En realidad, era más antiguo. Se trataba sólo de la actualización del viejo plan conocido por Uncle Remus al que aludían aquellos dos espías de cuando todavía existían la Unión Soviética y la separación racial regularizada en Suráfrica. Anterior, pues, a casi todo.

Miquel Barceló es historiador.

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