"Cuando era niña creía que el que me tocaba era mi amigo"
Han pasado muchos años, pero las secuelas nunca se van. La primera vez que un hombre, "el amante" de su madre, abusó de ella, tenía apenas tres años. Irene Rodríguez, argentina de 51 años, está estos días en Madrid para contar su experiencia en la Primera Conferencia Internacional sobre Turismo y Explotación Sexual Comercial Infantil. A pesar de lo terrible del relato de su propia vida, ella desgrana sus recuerdos con humor. A veces, pocas, le tiembla la voz. Las piernas, sobre la silla, se encabritan a menudo. "El hombre me llevaba al almacén de alimentos, a un kilómetro de mi casa en la selva, a comprar golosinas, los niños no teníamos nunca chocolate", comienza, "mi abuela le dejaba, claro, porque Don López era de fiar, pero a la salida me llevaba a un montecito, todavía lo veo, como un mapa, y me tocaba". La pesadilla no había hecho más que empezar. Vivían en la provincia de Misiones, al noreste del país, cerca de Brasil y Paraguay.
"Mi madre me echó la culpa por haberle quitado al marido, ella y toda su familia. Esa culpa se me ha quitado... hace cuatro o cinco años" "
Es una guerra solapada, debemos sacar a la luz la situación de estos niños, es algo que no se divulga, se deja pasar en los propios países"
"Poco después, cuando iba a cumplir seis años, mi madre apareció con un hombre más joven que ella. Él también empezó a tocarme, y un día me penetró. Yo tuve fiebre. Por la noche, mi mamá me preguntó que pasó. Les conté que Julián me había metido lo suyo por lo mío de abajo. Mi abuela dijo: 'Eso son cosas de niños'. Mi mamá pensó lo mismo, pero se quedó con la desconfianza o los celos, no sé. Las dos eran muy violentas, me pegaban con palos, varas, quién sabe lo que vivieron para ser así", dice, como disculpándolas.
En su relato intercala risas, bromea con el horror, y continúa: "Luego nos fuimos a Brasil. Mi mamá casi me mata de una paliza allí, con una estaca en la espalda, todavía tengo la cicatriz. Sólo el tipo me defendía. Siguió violándome, pero yo pensaba que el cariño era eso, era una niña. Él era el único que me quería, me defendía, era mi amigo. Un día, llegó mi madre y le agarró violándome. Se puso de mi parte, lo denunciamos. Lo mandaron preso doce años y mi mamá me envió a la casa de unos ricos. Allí yo no era adoptada, era una esclava y lo peor, se despertó en mí el sexo niño".
Quiere subrayar esta idea, la búsqueda del cariño a través del sexo: "Eso es muy peligroso, cuando un niño o una niña dice que alguien le ha tocado, los padres deben hacerle caso, los niños no mienten en eso, porque no viven en ese mundo. Y lo que viene después es peor. Yo, con 11 años, buscaba amor y cariño, y por eso me iba con vecinos, amiguitos. Hasta que un amigo, Aníbal, siempre lo recordaré, me pidió que le contara mi vida y luego me dijo que ya no me tocaba más, que era abusar de mí". Poco antes, le habían sometido a su primer aborto, "un raspado sin anestesia, una brutalidad". Su madre, al enterarse, le dijo "que ya no era más su hija". "Me echaba la culpa por haberle quitado al marido, ella y toda su familia", dice. La voz le tiembla. "Esa culpa se me ha quitado... hace cuatro o cinco años".
La vida con la familia "de los ricos" le enseñó también la cárcel. "Como era rebelde, me mandaban a la prisión del pueblo". Con 15 años, escapó. "Me fui a la calle, a buscarme la vida, pero a los 17 años, poco después de tener a mi hijo, caí en las mafias de la prostitución forzada". También intentó escapar, pero en 1978, poco después de la llegada de la dictadura, la acusaron de ser un "correo extremista". Pasó año y medio "casi desaparecida". Por fin, en el viaje de Tucumán a Buenos Aires, "2.000 kilómetros con la venda en los ojos", al final el hombre que se la quitó le dijo: "Ya sabemos que no eres más que una puta". "Fue su tono, le habría matado". Volvió a caer en las redes de la prostitución, más tarde viajó a España, donde trabajó en Galicia. "Siempre pensando: quiero escapar". Un día, en 1994, su hijo le envió un mensaje. Vivía en Suiza (le habían separado de él de pequeño). "Y me dije: adiós a las luces". Con unos cuantos hilos de colores y una caja de cervezas, empezó "a hacer trencitas y vender comida" junto al lago de Zúrich. Allí comenzó su nueva vida de luchadora. Ahora es la voz que denuncia la situación de las mujeres y los inmigrantes - "incluso me metía con los proxenetas, tenía miedo de que me mataran, pero seguía"- desde su emisora Radio Lora.
Esta jornada que se celebra mañana contra el turismo sexual infantil, organizada por Intervida, ONG dedicada a los niños en varios países de América Latina y Sur de Asia, tratará de marcar un antes y un después en el tratamiento de esta pesadilla que viven al menos dos millones de menores del Tercer Mundo. "Es una guerra solapada", describe Irene Rodríguez, que todavía recibe tratamiento psicológico contra la depresión y las secuelas de los abusos. "Debemos sacar a la luz la situación de estos niños, es algo que no se divulga, se deja pasar en los propios países. Donde debemos empezar a denunciarla es Europa". Según cálculos de la organización, cerca del 20% de los viajes internacionales que realizan los turistas occidentales tienen fines sexuales, y el 3% son de pedófilos. Camboya, por ejemplo, acogió en 2005 a más de 1.260.000 turistas: al menos 37.800 eran pederastas.
Irene Rodríguez no los entiende: "Ese morbo monstruoso, qué sentirán al tocar a una criatura". Aunque le parece bien que los Gobiernos occidentales endurezcan las penas incluso si el delito se comete en otro país -sólo Italia tiene legislación contra el turismo sexual infantil-, dice que "en la cárcel deben entrar en programas de psicoterapia y estudios especiales, son enfermos cerebrales".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.