Reino gitano
“¿Por qué este tipo de casas? Nos gustan. Las vemos en las telenovelas por el satélite y las construimos igual”, confesará Marina Konstantin, una gitana dulcísima de 20 años, delante de su mansión, estilo Beverly Hills, en la calle principal de Buzescu; una población al suroeste de Rumania que es un gigantesco campamento gitano en piedra, mármol, cristal, aluminio, terrazos... Pero eso será más tarde. De momento, nos encontramos en Sibiu. Y aquí, más al norte del país, en la mayor ciudad histórica de Transilvania, se ven a lo lejos, salpicadas entre el paisaje de aluvión industrial y urbanístico del extrarradio, algunos grupos de palacetes que sobresalen con sus techos oscuros, inclinados, variopintos y sus muchas chimeneas y torreones de distintos tamaños decoradas con filigranas de estilo otomano. “Ahí viven los calderari, los antiguos caldereros, los que se dedicaban al metal, los más ricos”, dirá el guía, reportero de una cadena de televisión. “A más chimeneas, más importancia del dueño”, sigue. Y la que más posee, sin duda, es la del emperador gitano Julian Radulescu, que reside a pocas manzanas de su primo Florin Cioaba, el rey. Son familia, pero no se hablan. El primero es popular entre su pueblo aunque no está reconocido por la Iglesia ortodoxa y el Gobierno; el otro es más oficial, el interlocutor cuando de hablar de los suyos se trata, sea con la ONU, el Parlamento Europeo u otros organismos del mismo Sibiu. Símbolos para representar a los tres millones de gitanos que habitan en este país recién incorporado a la UE. Con su entrada, el número de miembros de esta comunidad (que los documentos de la Comisión Europea dividen en roma, gitanos, y los llamados traveller, en Irlanda y el Reino Unido), la mayor minoría étnica de la UE, alcanzaría los 12 millones. Se estima, porque no hay estadísticas ciertas.
Günter Grass: "Tenemos mucho que aprender de los gitanos"
Los gitanos rumanos se clasifican en no menos de 40 grupos
Cioaba: "En la UE, las leyes y la protección de los gitanos mejorarán"
Para muchos, este pueblo -indio de origen, y europeo y transnacional de proyección; nada homogéneo (un mosaico de subgrupos basados en distinciones lingüísticas, históricas, ocupacionales, incluso religiosas)- es el gran perdedor de la ampliación europea: por su pobreza generalizada y su falta de oportunidades en educación, escolarización y cualificación. Por la discriminación secular. Y eso que podríamos estar hablando de “los verdaderos europeos”, si se sigue el razonamiento del escritor alemán Günter Grass cuando respondía a la pregunta de si existe vida fuera del Estado: “Sí, los gitanos. Fíjese: viven en todos los países de Europa, no miran fronteras, no tienen un Estado y han contribuido mucho a nuestra cultura. ¡Son los verdaderos europeos! Tenemos mucho que aprender de ellos. Son el alma de Europa”.
La calle donde habita el emperador en Sibiu se llama Seceratoarelo; el número, el 13. Pero ahora él no se encuentra aquí, dicen dos niños rubísimos, y gitanos, delante de la verja de la mansión. “Allí abajo, en el 31, sí está”. Julian Radulescu, de 68 años, es un hombre enfermo de obesidad. Apenas puede moverse. Lo que no le impide enseñar, desde una mesa colocada ante su cama inmensa, títulos, enciclopedias, notas, datos sobre las condiciones precarias en que viven los suyos en Rumania, en los Balcanes, en el Este. “Acabo de llegar de Estrasburgo para hablar de esto”, informa entre salas repletas de objetos, alfombras, espejos, jarrones, figuras de animales, un coche de lujo en el patio? Allí, entre todo eso y más, aparece un libro de visitas gigante donde guarda recortes de periódico con noticias sobre la enemistad con su primo (se asegura que la lucha entre ellos es “entre ricos, por el poder sobre 26 clanes”), sus viajes (The Times of India del 22 de marzo de 1993 le denomina “un emperador sin imperio”, después que Julian recorriera en sentido contrario el trayecto que hace seis siglos realizaron los primeros gitanos desde India hacia Europa) o su boda. “En Sibiu somos más de 42.000 gitanos”, afirma antes de contar que tiene un hijo en Madrid y otro en Nueva York, como debe ser, pues él es pesimista sobre la situación gitana con la incorporación a la UE. “No estamos mejor que antes”, dice. “Este país no tiene futuro. Los gitanos hacen bien al marcharse de aquí”. En su despacho cuelgan fotos del dictador Ceausescu: “Era muy simpático”, afirma.
Los gitanos de Rumania se dividen según los oficios tradicionales que ejercen, el idioma que hablan e incluso el grado de sedentarización o nomadismo, dice un informe de la ONU. “Se clasifican en no menos de 40 grupos, que incluyen los ursari o domadores de osos, los calderari o caldereros, los fierari o herreros, los grästari o marchantes de caballos, los läutari o músicos, los spoiri o encaladores, los rüdari o ebanistas, los boldeni o floristas, los argintari o joyeros y los slätari o lavadores de arenas auríferas. También se los denomina corturari, moradores de tiendas, o vätrasi, sedentarios”. Y concluye: “Debido a la política deliberada de asimilación del antiguo régimen comunista, la mayor parte de los romaníes son ahora sedentarios”.
Pero en Rumania, como en el resto del mundo, la mayoría no habita en mansiones como las de los calderari de Sibiu o Buzescu, sino “en viviendas por debajo de los estándares, caracterizados por la guetización, inadecuadas infraestructuras y servicios, segregadas de otros asentamientos?”. Esto lo cuenta la Fundación Secretariado Gitano (entidad que, junto con la federación Unión Romaní, entre otras, se ocupan de este colectivo en España) en un informe sobre los roma en la UE ampliada.
Radu Stánicá tiene 23 años. Es de Sibiu. Y calderari. Vive en el extrarradio. Su casa se levanta en una hondonada junto a otras en las que residen más de un centenar de miembros del clan; allí el aire se puede cortar por efecto de la contaminación, y si levantas la vista te das de bruces con un paisaje deterioradísimo de bloques de pisos ennegrecidos, al estilo de esas imágenes que hablan de los peores años del comunismo (y de los más salvajes de la revolución industrial). La vivienda de Stánicá posee un hall con una escalinata digna de la serie Falcon Crest, un comedor con barra americana, dormitorios de mínimo 30 metros cuadrados. Abundan los plafones, las lámparas, los jarrones, los mármoles, la ropa de cama con encajes, etcétera. Allí reside junto a su esposa y sus padres, atendidos por dos criadas. Desde la ventana del dormitorio se ve el patio posterior rodeado de barro y basura. Un grupo de mujeres trabaja clasificando chatarra mientras los pavos campan a sus anchas. Nuestro guía asegura que hay un dicho en su país que dice: “Un ladrón sin pillar es un hombre de negocios”. No lo cuenta delante de Stánicá, naturalmente, sino para consumo de europeos occidentales. Sobre los negocios y ocupaciones gitanas supuestamente ilegales o turbios abundan los prejuicios, dirá luego en Bucarest Margareta Matache, de 28 años, socióloga, gitana ella misma ?“una mezcla de calderari y vätrasi soy”, dice? y directora de la ONG Romani CRISS, una de las más activas en la defensa de los derechos de esta comunidad. “El afán por enriquecerse es general en Rumania, producto del boom de consumo que se vive ahora. Aquí no hay grandes capas de clase media. O se tiene mucho dinero, o muy poco. Y los gitanos son víctimas propicias para reflejar estas diferencias. Además, no todos los calderari buscan sólo el dinero. Muchos, los más pobres, prefieren seguir la vía de la educación. Saben que es la única para salir adelante. Los que tienen mucho dinero creen que con él lo tienen todo y que no necesitan nada más, ni a nadie. Ésa es una trampa mortal”, dice.
El rey Florin Cioaba nos recibe.
Hombre amable, vestido de traje. Las primeras palabras se las dedica a su primo, el emperador: “En democracia, cada uno puede decir lo que quiera. El cargo de rey es hereditario. Mi padre fue rey. Él fue deportado, y luego, promotor de la integración gitana tras la persecución nazi, fundador de la International Romani Union. ‘Puedes saber de un árbol a través de sus manzanas, y de un hombre, a través de sus hechos’, eso dice la Biblia”. Y basta. Cambio de tema. Le preocupa el problema del número oficial de gitanos. “No aparecer en el censo es una catástrofe: significa que no puede haber ayudas ni asistencia. Los gitanos no se declaran tales porque creen que serán discriminados”. Hay campañas oficiales para sensibilizar sobre la cuestión. Pero no sirven. Llega la esposa de Cioaba, con vestido largo, gorro, el pelo con las tradicionales trenzas. Y saca bolsas con faldas gitanas preciosas, artesanía pura, llenas de color. Ella las vende a los turistas, a precio turista: 200 euros.
Sobre las diferencias crecientes entre ricos y pobres afirma Cioaba: “Es el capitalismo el que las explica”. ¿Negocios de drogas o prostitución? Asegura que eso no es algo que se dé en Transilvania habitualmente. “Es más cosa de Bucarest. Y se trata de algo general, rumano, no de los calderari o cualquier otro grupo gitano. Ese afán por las grandes casas, los coches, por los negocios?, eso ocupa como mucho al 20%”, asegura. Y añade que él, que no recibe ninguna remuneración por ejercer su cargo, posee sus propias empresas de metal y muebles, y que tiene dos hijos y dos hijas. Sobre la familia Cioaba ha habido controversia. “La familia del rey es en sí una muestra de las diferencias con que se vive la condición de ser gitano y, al tiempo, las contradicciones que conlleva”, dice la socióloga Matache. Una de las nietas del rey es modelo, famosa, moderna, muy conocida. Una hija fue casada de muy niña. “Es verdad, lo veo ahora: con 14 años, casarse no es justo; con 16 es buena edad”, comenta el rey. “Hay que dar algo a cambio de recibir derechos, sí, pero eso no quiere decir que tengamos que dejar de ser quienes somos. No hay que forzar; si se fuerza al gitano, la resistencia es tremenda”, sigue mientras muestra la insignia de la bandera de su pueblo (verde y azul, con el símbolo de la rueda de esas carretas que aún se ven por los caminos). El registro civil, el de bodas, llevar a los niños al colegio: son factores a implementar. “La generación actual de jóvenes gitanos tiene problemas de integración, paro, marginalización, falta de cualificación para obtener buenos trabajos, especialmente en compañías extranjeras, que ahora son las que invierten en Rumania”. Aun así, Cioaba es optimista: “Dentro de la UE, las leyes y la protección de los gitanos mejorarán. Si no tomamos el tren del desarrollo estamos perdidos? Nosotros, una civilización tan antigua?”.
Vuelta hacia Bucarest a través de Brasov y Prahova. Un idílico paisaje de montaña, con neblina y casas alpinas, una luz y un verde especial, los campos labrados, los pastores en las lomas con el ganado, gente con gorros de lana calados, tractores pequeños perdidos entre el caos del tráfico mientras se atraviesan los anillos industriales que han crecido en las localidades más pobladas. Se ve a grupos de gitanos por las calles, algunos pidiendo, con trajes, peinados y colores típicos. Se les ve también sobre los carros cargados de paja. Muchos, en muchas aldeas de los alrededores de Sibiu, dice el guía, han ido ocupando las viviendas vacías que los descendientes sajones (alemanes) han abandonado últimamente en ese regreso masivo hacia Alemania tras caer el muro de Berlín, en 1989. El pueblo gitano en estas tierras (en los Balcanes, en el Este) sabe mucho de idas y venidas, de dramas, por la esclavitud a la que fue sometido durante siglos hasta el XIX, por la persecución nazi tan cercana. Deportados, gaseados, exterminados con igual saña que a los judíos. Abundan los ejemplos de historias terribles.
Camino a la capital, otros barrios de calderari salpican la zona. Páramos en Rimnicu Vilcea; calles enteras, como las de Zambilelor o Inatesti, con palacetes plagados de torreones. Allí habita la familia Mihai en pleno. Y en pleno salen a recibir al visitante. Viajeros empedernidos, en su seno hay de todo: comerciantes, ferrallistas y hasta un cantante de manele, Sârbu de la Vilcea, esa música balcánica, populachera, en alza, que ha hecho famoso a más de uno. Madaline Mihai, de 17 años, casada, sin hijos, habla un castellano latinoamericano perfecto y se convierte en interlocutora. “Veo todas las telenovelas”. Y cita: La rebelde, Ésta es mi vida...
Simona, su suegra, comenta que estuvo en París para comprar ferralla; todos se dedican al reciclado. Y allí están Christache, Anika, Stella, Catalin, Elvis o Seika, el padre de Madaline, que dice conocer los rastros de Albacete y Santander. Antes de que Madaline y Seika enseñen cómo se baila la danza del vientre, Sârbu, de 20 años, muestra su mansión y, en un megatelevisor de última generación, sus vídeos manele (con mujeres casi en cueros, cadenas de oro al cuello e historias de mucho amor). “Gano bien cantando en fiestas y en bodas”, asegura. Su suegra, Florika, informa de que llevan tres décadas asentados: “Antes vivíamos en campamentos, y los cambiamos por casas”.
Es en Buzescu -al lado de Alexandria, región de Teleorman, al noroeste de Bucarest- donde mejor representado queda este mundo de mansiones señoriales. Estellana Nikolae, de 49 años, falda larga y pañuelo, señala con el dedo la suya mientras cuenta que trabajó en España, en Las Matas, limpiando y cuidando a un niño de un año. “Me encantó; regresé porque mi marido y mi suegra me necesitaban aquí”, sonríe mientras atiende el café abierto en los bajos de su casa. “Mi marido se dedica al metal”, cuenta. “Y a la política”. La casa está construida por fuera; sin terminar por dentro. Inmensa, grandes ventanales y terrazas corredor, techos altos, acabados en ladrillo brillante. “Aquí viviremos toda la familia, padres, madres, tíos”, dice Estellana feliz. Su marido es Nikolae Stanau, una especie de consejero aquí, dirigente del Partido Romilor, al que pertenecen en la zona, dice, unos 800 afiliados, que defiende “la integración de nuestro pueblo”. En medio de la charla suelta un dicho popular gitano: “Cada ser humano es distinto, pero todos somos seres humanos”. Su diferencia fue siempre su condición de nómadas, su lengua, su forma de vestir o el modo de ganarse la vida. Mientras habla Stanau es imposible apartar la vista de la calle principal de Buzescu: una sola vía con otras perpendiculares, como un decorado de película del Oeste, que desembocan en pleno campo.
Algunas viviendas son copia de esas residencias sureñas que aparecían en los filmes de la guerra civil americana. Cada cual con más columnatas, pórticos, rejas, escaleras... “Aquí vivimos unos 2.000 romaníes, todos en casas así”. Hay albañiles rumanos trabajando en muchas. “¿Que de dónde se saca el dinero para hacer esto? Nosotros no sabemos. Sólo trabajamos”, dicen. Acude raudo uno de los dueños ante la visita inesperada: “¿De donde? Hombre, yo me dedico a la trata de mujeres y a las drogas”, responde con ironía.
Y es aquí donde aparece Marina Konstantin, de 20 años, para decir eso de “las casas las vemos en la tele”. Marina nos enseñará su casa, su vestido de novia, su habitación; su mundo de mármoles, nácar y balaustradas en el que sólo dos habitaciones están caldeadas, y el resto, frío y deshabitado. “Todo esto lo paga mi suegro”, dice. Marina no trabaja, a su marido apenas lo ve, se pasa el día entero sola junto a su retoño, Alexandra Rosaura, de tres años; viste de largo, con pañuelo en la cabeza y sonrisa tan infantil y naíf como la de su hija.
“En Buzescu son realmente capitalistas, individualistas. A ver quién se construye la vivienda más rica? Realmente, asimilados”, dice Matache. “Los calderari de Sibiu están más unidos, guardan más la tradición; los de Buzescu están más mezclados. Se podría decir que sólo el 15% de los gitanos del país mantiene sus tradiciones”. Y no hay demasiado problema cuando uno quiere vivir su vida. Ella misma, soltera, no ha tenido ninguno, ni en su paso por la universidad, ni en su condición de mujer. “No sigo la tradición, no hablo la lengua, no visto la ropa habitual, pero me siento roma”, dice. Para Matache se trata, simplemente, de defender los derechos humanos, de eliminar lo que sea una merma. Parte del secreto, dice, son los padres. Los suyos sabían lo querían para ella en una sociedad tan patriarcal “como la rumana”. Y enumera dificultades (los matrimonios de niñas, las clases segregadas) y avances (que la lengua romaní sea opcional ya en algunos colegios).
Lo más triste, sin embargo, es ese termómetro de la discriminación percibida que es el hecho de que muchos prefieran no confesarse gitanos. Los famosos, los bien situados, doctores, abogados, políticos... Y da Matache nombres de quienes lo son (unos, orgullosos; otros ocultos): músicos como los Taraf, Johny Raducanu, Viorica, Jan Constantin o Stefan Banica; boxeadores como Simion o Banel Nicoliso, y algunos futbolistas.
Pero también hay muchos intelectuales o escritores conscientes e implicados. En todos los Balcanes. Valga uno de ellos: el serbio Rajko Djuric, que fue presidente de la International Romani Union. Djuric se ocupa, en una de sus obras, de una vieja leyenda gitana que dice que al principio el mundo era uno e indivisible. Hasta que la llegada de la muerte lo convirtió en el más acá y el más allá. Los hombres cayeron en desesperación y rogaron a Dios que uniera ambos. Dios creó entonces un puente que sólo podrían cruzar los justos: “Aquel que haga el mal caerá al vacío”. La historia acaba con estos versos: “Quien construye un puente será recompensado. / Quien lo destruye mata su propia alma”. Y sigue: “Los gitanos viven aún hoy con la esperanza de un nuevo puente europeo que pertenezca a todos, que todos puedan cruzar”.
Marina Konstantin no conoce esta historia, apenas sabe leer o escribir. Recoge su vestido de novia, lo guarda, se despide con una sonrisa, agarra de la mano a su hija y cierra la puerta de su casa rica en Buzescu, Rumania.
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