Misterios de Machu Picchu
CUANDO TIENES 19 años y te embarcas en tu primera aventura, no sabes realmente lo que te puede llegar a cambiar, lo que puedes aprender y sentir en un viaje a un mundo opuesto al cotidiano.
Así despegué yo a Perú, sin saber cuánto significaría ese viaje para mí, sin tener ni idea de lo que me iba a marcar ese mes de febrero lejos de casa. Todo empezó gracias a un amigo, Álvaro, que iba a Lima a ver a su familia, y me ofreció acompañarle.
El viaje consistía, primero, en pasar una semana en Lima. Como segunda parte, viajar hasta Cuzco para conocer el valle sagrado de los incas, y, por último, a Puno, donde tuvimos la posibilidad de visitar la isla Taquile. Desde el primero hasta el último, no hubo día en el cual no aprendiese o viviese algo diferente. Al llegar a Cuzco todo cambia. Hasta el cielo deja el color gris de Lima para convertirse en un azul perfecto. Son muchas cosas las que vimos esos días: Ollantaytambo, Sacsahuamán, Kenko, Písac, Urubamba... Es imposible describir la sensación que me transmitió el Machu Picchu, la majestuosidad de la "ciudad perdida", las vistas desde el Wayna Picchu, un ambiente misterioso y solemne.
En Puno, la mejor experiencia fue convivir con una familia indígena en la isla Taquile. Ver con qué poco se conformaban aquellas personas para ser felices da mucho que pensar.
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