"Cada 11-M celebramos que estamos vivas"
El 11 de marzo de 2004, Cristina Mora Palomo salvó dos vidas: la suya y la de su hija, Arantxa, que aún no había nacido. Entonces estaba embarazada de siete meses. Aquella mañana cogió el tren en la estación de El Pozo a la hora de las explosiones por dos fatales casualidades: "Normalmente entraba a trabajar a las diez de la mañana, pero la noche anterior mi jefa me pidió que fuera más temprano. Cogí el tren muy poquito antes del pepinazo. Además, me cambié al vagón que explotó, porque el primero al que me iba a subir estaba lleno de gente. Fue mala suerte", explica.
En cuanto Cristina Mora, de 29 años, comprendió, segundos después de la segunda explosión, rodeada de cuerpos sin vida, que ella era una superviviente, su prioridad fue hacer todo lo posible para salvar a su hija. Lo primero era salir de allí.
"Sólo pensé que tenía que salir de allí y salvar a mi niña por si había otra bomba. ¿A quién iba a poder ayudar yo con mi barrigón de siete meses?"
"Sorprendí a la niña con el periódico abierto por la página del juicio del 11-M, jugando con las fotos de los asesinos. Me dio un escalofrío"
"Creo que estoy bien porque lo he contado millones de veces, a familiares, a amigos. Es lo mejor que podía hacer. Ya no me hace daño"
"Todo fue muy rápido. Me miré. Me toqué para ver si sangraba. Mi primera reacción fue girarme e intentar proteger la barriga. La segunda explosión se había llevado por delante la parte de arriba del tren y la puerta. Sólo pensé que tenía que salir de allí y salvar a mi niña por si había otra bomba. Alguna gente gritaba dentro del vagón pero ¿a quién iba a poder ayudar yo con el barrigón de siete meses? Todavía no sé como conseguí llegar al andén", recuerda.
Lo hizo esquivando hierros y cadáveres. Su primera sensación al salir del tren fue un fuerte olor a quemado. "No he conseguido olvidarlo. Cada vez que huelo algo que se quema se me pone la piel de gallina".
Entonces, Cristina Mora todavía no sabía que la explosión era una bomba de un atentado terrorista y que aquel desastre era intencionado. "Al principio, pensé que había sido un fallo del tren. Sólo cuando me llevaban al hospital Gregorio Marañón en un furgón policial, escuché por la emisora de los policías que había habido más explosiones en otros trenes en Atocha y Santa Eugenia", recuerda.
Al llegar al hospital le dijeron que Arantxa estaba bien. "La barriga es un búnker, nunca mejor dicho", bromea, porque tres años después del colosal susto puede hacerlo.
En cuanto comprobaron que su hija estaba bien, Cristina fue al baño y vio sus propias heridas en el espejo. "Mi marido no me había dicho nada para intentar tranquilizarme, pero cuando vi todas las quemaduras en el espejo, me entraron unas ganas horribles de llorar".
No se había dado cuenta, porque hasta ese momento, sólo había pensado en su hija, pero Cristina tenía la cara y las piernas llenas de quemaduras, crueles evidencias de lo cerca que había estado de perder la vida. "Me acuerdo cada día. No es algo que puedas olvidar. Al mirarme al espejo, mientras me cepillo los dientes, veo la cicatriz que me ha quedado [una discreta marca en el párpado, invisible al ojo ajeno] y lo recuerdo todo. Para mí, es como una rutina. Pienso en aquella mañana todos los días de mi vida".
Además de ese desagradable y matutino ejercicio de recordar el horror y pensar en "lo que pudo haber sido", Cristina ha perdido un 50% de audición. "Tengo todo el oído reventado por dentro, pero reconozco que no me opero porque me da miedo. Cuando nació la niña me asustaba la idea de no escucharla si lloraba por las noches".
Arantxa nació dos meses después de los atentados y una semana después de la fecha prevista para el parto. Hasta ese momento, sus padres, Cristina y Antonio, temieron que la onda expansiva hubiese afectado también al oído del bebé, pero afortunadamente no tuvo problemas. "Es más, tiene un oído finísimo", aclara su madre, mientras Arantxa, de casi tres años, reclama atención con todo tipo de estrategias.
"Todavía no le he contado nada porque es muy pequeña, pero tendré que hacerlo algún día. Hace poco la sorprendí con el periódico abierto por la página del juicio del 11-M jugando a contar con las fotos de los asesinos. Me dio un escalofrío. Se lo quité corriendo y se quedó muy sorprendida. Sólo le expliqué que en el mundo había gente muy mala".
Cristina está pendiente del juicio, pero asegura que no le gustaría estar presente en las sesiones que se están desarrollando de lunes a miércoles en la Casa de Campo. "Lo sigo pero sin obsesionarme, y sé que no sería capaz de ver a los asesinos, de mirarles a la cara".
Su marido, Antonio, cambia de canal de televisión cada vez que sale alguna imagen de los atentados del 11 de marzo de 2004. "Lo pasó muy mal. No quiere ni oír hablar del tema. Yo, en cambio, creo que estoy bien porque lo he contado millones de veces. A familiares, a amigos. Es lo mejor que podía hacer. Ya no me hace daño", explica.
Al principio, recibió ayuda de una psicóloga. "Era una chica muy maja, hablamos tres o cuatro veces y me vino bien". Sin embargo, no se siente capaz de volver a la estación de El Pozo. "He viajado alguna vez en tren, pero siempre acompañada de mi marido. Cuando se oye el pitido y se cierran las puertas, me pongo muy nerviosa. Lo de volver a la estación de la explosión ya es otra historia. Lo hice una semana después de los atentados porque quería poner unas velas y no paré de llorar. Desde entonces, no he vuelto a pasar por allí".
Mañana, el tercer aniversario de la matanza no les pillará en casa. "Cada 11 de marzo es una celebración para nosotros. Ese día no encendemos la televisión, ni recordamos nada. Intentamos que sea un día especial, vamos al zoo con Arantxa, a comer por ahí, a hacer cosas alegres, A celebrar que estamos vivos".
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