Último homenaje a Andrés
Un diario escrito por un paciente del Clínico denuncia el mal estado de la unidad de infecciosos
Tiene 41 años, buen aspecto, mejor ánimo, compañera y dos hijos. También tiene el virus del sida en su organismo. "Soy usuario de la sanidad pública por convicción y por obligación. Por convicción, porque creo en ella como pilar de nuestra sociedad. Por obligación, porque ningún seguro privado me aceptaría", explica. Ingresó el 29 de enero en la unidad de Infecciosos del hospital Clínico, donde son atendidos los enfermos cuyo organismo sufre la acometida de algún virus o bacteria.
Sin aparato de televisión o radio con el que pasar las horas, escribió un diario de más de 10 páginas de lo que allí vivió. En ellas habla de mucha suciedad, gente que fuma, cucarachas, instalaciones envejecidas, falta de recursos y la difícil relación entre enfermos y trabajadores. A algunos les reprocha su talante y la imposición de normas fuera de lugar. A otros, les admira.
Y quiere que su diario sea un último homenaje para Andrés, nacido en México y al que vio morir una mañana de febrero pese a los enconados esfuerzos de toda la plantilla. Más de seis horas después, el cuerpo de Andrés seguía en la cama, esperando que alguien lo viniera a recoger. Nadie lo veló. Su móvil sonaba de vez en cuando.
La habitación que ocuparon el autor del diario (que ha pedido el anonimato) y Andrés, en la cuarta planta del ala Norte del Clínico, ha cambiado muy poco en los últimos 40 años. Con más de 1.000 camas, la mitad sur del hospital es desde 2001 un espacio casi modélico, con habitaciones modernas y acogedoras tras una remodelación de tres años y 69 millones de euros. La mitad Norte, en cambio, causa la gran mayoría de las reclamaciones de los pacientes del hospital, según admite la dirección. "Las limpiadoras no damos abasto", afirman. En el turno de tarde y en el de noche hay cuatro limpiadoras, que tienen que acudir a sanear las contingencias que surjan en un centro con 1.000 pacientes. "Yo salgo de la guardia y ni en verano me ducho aquí", dice un médico. "Aquí ingresa gente que roba, que trapichea con drogas. Hay que mantener cierta disciplina", defiende una enfermera.
El hospital afirma que, en breve, la Comunidad aprobará la inversión de 93 millones para reformar el ala norte. Los sindicatos piden a la Consejería que apruebe unas obras pendientes desde hace cuatro años.
Testigo casual de una muerte recogida en un manuscrito
- Lunes 29 de enero. Voy con mi mujer al hospital Clínico aquejado de un ataque de asma con fiebre y dolor articular fuerte. Confiamos en unos extraordinarios profesionales de un sistema de salud razonablemente bueno.
Pero la habitación es desoladora. Cierro los ojos y pienso que no puede ser, que la economía madrileña es la más dinámica de España y que su sistema sanitario es el mejor, según la burlona publicidad de la Consejería de Sanidad.
El cansancio y el malestar son demasiado grandes y la cama y la mascarilla de oxígeno (conectada a una oxidada bombona, atada a su vez con una cadena a la pared) ofrecen suficiente consuelo como para un profundo sueño.
- Martes 30 de enero. Con el amanecer, la luz desvela la áspera realidad, las paredes cargadas de sucias manchas, desprovistas de cualquier signo de amabilidad o comodidad. Sin televisión, radio o teléfono que acompañe en las largas horas y días de ingreso. O un mínimo de dignidad e intimidad, como una simple cortinilla. O un cabecero donde conectar el oxígeno o llamar a la enfermera.
Todo mejora al descubrir una voz amable, la de Andrés, que me da los buenos días desde un cuerpo consumido en la otra cama. Se disculpa por el hedor que desprende, ya que lleva semanas con una diarrea incontenible. Pese a su debilidad, y en un último esfuerzo de dignidad, intenta sin éxito llegar al baño, dejando un hilillo de agua sucia que indica el camino al baño.
Decido darme una ducha. Al alcanzar el quicio de la puerta del baño, veo un par de cucarachas que parecen tomar un suculento desayuno con el rastro que ha dejado Andrés. Al entrar al baño, la visión provoca un grito sordo de espanto y asco. La bañera, la jabonera, el toallero, no han sido limpiados en años.
Pienso que la ducha puede esperar hasta que hable con alguien y aseen el baño. Bajo la vista al suelo y descubro restos sólidos, de color chocolate. Andrés me cuenta que es un souvenir del último ocupante de mi cama.
Me tumbo en la cama a inhalar oxígeno y mis aerosoles. A la primera sanitaria le indico la situación de insalubridad. No parece sorprenderse y me comenta indiferente que se lo diga a la limpiadora mientras deja el desayuno al lado del souvenir. No me apetece desayunar.
Al rato aparece la limpiadora sudorosa, con expresión algo cansada y actitud estresada. No se acerca a las zonas más sensibles y, al decírselo, me espeta que no le corresponde a ella. Sale de la habitación ofendida y deja la puerta abierta. Entran hilos finos de humo de tabaco, que se clavan como un alfiler en mis pulmones. El doctor me comunica que en esta área está permitido fumar, como en Psiquiatría, por las especiales características de los pacientes.
Por fin un ángel, mi compañera, entra en la habitación, cargada de una luminosa sonrisa, jugosas frutas y apetitosas lecturas. No la quiero poner al corriente de mis andanzas, y pasamos el día hablando y esperando, en compañía de mis allegados más íntimos. Veo el desconsuelo de éstos al verme en un espacio tan deteriorado...
Al final del día, la papelera sin tapa está llena de pañales y el baño presenta tal aspecto que decido ir a los baños públicos del final del pasillo. Me detienen las trabajadoras. Me dicen que no puedo abandonar la habitación. El toque de queda va de la medianoche hasta las siete de la mañana. Les comunico lo absurdo e ilegal de la medida y voy al baño. A la vuelta blanden mi cuchillo de postre. Queda requisado. Pregunto con qué autorización han registrado mis cosas.
Me acuesto sin creer lo que está ocurriendo. Me prohíben salir de la habitación y me han castigado quitándome el cubierto. No puedo ni siquiera pelar la fruta. Me pongo la mascarilla, pero la botella sigue vacía.
- Miércoles 31 de enero. La primera visión del día es la del doctor. Me explica que el toque de queda es una norma no escrita para evitar que algunos pacientes vayan a comprar droga o entren en otras habitaciones. Insisto sobre el tema tabaco y me contesta que ya es difícil prohibir drogas y alcohol a algunos pacientes como para además no dejarles fumar.
También le comunico mi preocupación por las condiciones de salubridad de la habitación. Esta vez comparte la preocupación. Me aconseja dirigirme a la Oficina de Atención al Paciente, así que (tras conseguir que me devuelva mi cuchillo) voy para allá.
Me riñen por abandonar mi habitación sin autorización y escuchan mi relato con escepticismo y una actitud defensiva. Pido un informe higiénico-sanitario de las instalaciones. "Ahí tiene la hoja de reclamaciones", contestan.
Me paso el día al teléfono móvil, con la mascarilla de oxígeno puesta, cual astronauta en comunicación con la base tierra. Llamo a la Secretaria de la Dirección General de Atención al Paciente, que a su vez me pasa con los servicios de Inspección de Centros Sanitarios, que a su vez me pasó con la Consejería de Sanidad....
Son las cuatro de la madrugada y no consigo dormir. He discutido con la supervisora, que se niega a facilitarme un solo documento. He llamado a la prensa, que me sugiere que escriba una carta. Y a la policía, que se niega a venir a tomar un atestado.
- Jueves 1 de febrero. Un fogonazo me despierta. Siento que las enfermeras llaman a mi compañero. Oigo decir a la enfermera: "40 pulsaciones, 4, 2 alta 2 baja...". Se despliega ante mis ojos un asombroso y emocionante trabajo en equipo en el que, todos a una, luchan por Andrés. Siento como pelean con la muerte. Pierden.
Me tiro al pasillo, pensando con admiración por unos profesionales que luchan denodadamente por un ser humano. Y me indigno por el lugar en que muere. Sucio, abandonado y lejos de los suyos.
"Ya sé que llamaste dos veces a la policía. Pues no sé porque si al final te escapaste y anduviste por los pasillos", me grita la supervisora, arrancándome de mis pensamientos. No puedo contestarle, doy media vuelta y me voy.
Durante mi paseo, veo un cartel en el que no había reparado antes: "Higiene Hospitalaria", pone. "¡Hostias, es aquí!", me digo. Invito a la mujer tras la puerta a visitar mi habitación. Al salir de ella, la supervisora sigue allí, con actitud más dialogante. Nos comenta su falta de personal y que la limpieza "a fondo" se hace los miércoles. No aclara de qué mes ni de qué año.
Me tumbo en la cama y me pongo la mascarilla. Sé que vienen a hacerme una gasometría. Intento relajarme y llenar mis pulmones. Es el camino para el alta médica, para escapar de esta pesadilla.
El cuerpo de mi compañero sigue allí durante toda la mañana. Lo hará hasta las dos de la tarde. Está solo, sin duelo. Su móvil suena de vez en cuando.
A mediodía entra la limpiadora, esta vez cabreada. Maldiciendo, coge un trapo empapado en lejía y atreve con el souvenir.
La lejía quema en mis pulmones y tengo que salir. A mi vuelta, el cuarto ha mejorado. El baño no. A la una del mediodía entra la de higiene hospitalaria y le cuento la evolución de la suciedad. "No puede ser", dice. Nos vamos hacia el baño y, ante mi sorpresa, coge unas servilletas de papel y limpia la mierda ella misma. "Ya está, lo ves. Hay que poner un poco de nuestra parte", dice. Y sonríe.
Por fin una buena noticia. El doctor dice que la gasometría ha salido bien. Me puedo ir a casa. Sigo hiperventilando y me pregunta: "¿Estás nervioso?". Señalo el cuerpo de Andrés.
Pero hay otra razón. Poder ir a casa, donde están mi compañera y mis dos hijos me parece un sueño.
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