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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Mirar Barcelona

Rocío García

Al anunciar que filmará Barcelona con la misma mirada que Manhattan, Woody Allen ha dado un paso más en la construcción de un proyecto que se suma a otros menos mediáticos. Recientemente, el estreno de Manual de Amore 2 nos ha confirmado que filmar en Barcelona no garantiza una mejoría del producto. Menos mal que hay otros antecedentes más ilusionantes, no sólo de directores de cine locales (Rovira-Veleta, Ventura Pons, Almodóvar), sino de santos de la cinefilia sagrada como Antonioni. Si nos ceñimos al estilo que Allen aplicó a Manhattan, su punto de vista será, como ya ha anunciado él mismo durante el encuentro con la delegación del Ayuntamiento, romántico. No es, por suerte, un romanticismo estúpido, pero sí teñido de una melancolía que mitifica lo cotidiano (el patrimonio de los que carecen de propiedades) sin optar por apuestas más naturalistas o subversivas.

Si nos remitimos a lo que Allen hizo en Manhattan, su visión de Barcelona podría ser interpretada por los indígenas como excesivamente sentimental. Ése es, me temo, el riesgo que corre cualquier sujeto retratado: no reconocerse ni en el exceso de embellecimiento ni en la exageración de los defectos ni cuando el retratista consigue el punto, justo e implacable, de verdad. El mismo Allen empieza Manhattan con las divertidas dudas de alguien que intenta hablar de su ciudad sin caer en los tópicos ni en el peligro sermoneador. La voz en off va repitiendo intentos frustrados de aproximación temática y, paralelamente, se suceden las imágenes de una ciudad en blanco y negro envuelta en la perdurable banda sonora de un clásico: Gershwin. Si revisan la película (Manhattan pertenece a esa categoría de películas que conviene revisar, como mínimo, una vez al año), verán que esas imágenes pasan por la silueta de los rascacielos, el neón de un hotel, coches, un puente, un restaurante, un paisaje nevado con el Empire State, camiones, un colmado, un hombre empujando un bastidor de ropa vacía, peatones, ropa tendida, un hombre asomado a una ventana, una manifestación, más coches, una barrera que rodea un gran agujero en el asfalto, obreros que miran a una mujer con deseo, un muelle, unos niños jugando en la nieve, taxis, parques, un barco, un mercado de pescado, carteles, una escuela, niños uniformados, una pista de baloncesto, más nieve, gente corriendo, puestos de verduras, una tintorería, coches aparcados en doble fila, un autobús o bolsas de basuras amontonadas en la acera.

Casi todo lo que ilustra esos primeros e inolvidables minutos de Manhattan podría encontrarse en Barcelona, sobre todo esos montones de basura, ocupando el espacio que rodea uno de los elementos más típicos de nuestras calles: el contenedor. Allen podría empezar su película con un accidente como el que ocurrió hace unos días: un camión de la basura hirió a un vagabundo que dormía dentro de un contenedor. El vagabundo podría ser Javier Bardem o, mejor aún, Penélope Cruz, y a partir de aquí se sucederían los malentendidos y diálogos marca de la casa. Sin entrar en la repercusión mediática que pueda tener el rodaje de la película, ni en los simétricos excesos de vehemencia con los que nos castigarán sus detractores y partidarios, no hay duda de que la mirada que los directores de cine dedican a una ciudad perduran con la misma intensidad con la que lo hicieron, en su momento, los mejores pintores o fotógrafos. Los expresionistas franceses inmortalizaron la periferia rural de un París que ya no existe (el mismo territorio que, más tarde, retrató Robert Doisneau o filmaron Melville o Godard).

El cine es una aproximación sentimental al paisaje, pero sus características permiten una clase de inventarios visuales que resultarían insufribles en otro soporte. La Roma que aparece en Las noches de Cabiria o La dolce vitta de Fellini, por ejemplo, es instrumental y, sin embargo, adquiere una categoría transtemporal similar a la del famoso viaje en vespa de Nani Moretti en Caro Diario. Hay otros ejemplos más perecederos pero igualmente válidos. La casa del lago, por ejemplo, esa película denostada por la ortodoxia cinéfila que desprecia cualquier cosa que tenga que ver con Sandra Bullock, incluye una interesante reflexión visual sobre Chicago que todos los arquitectos deberían tener en cuenta. Y, a otro nivel, resultan igualmente inolvidables las imágenes con las que empieza la película Aparajito, de Satyajit Ray: palomas sobrevolando la ciudad sagrada de Benarés, a orillas del rio Ganges, gente lavándose y el perfil -llamarle skyline sería un insulto- de los barrios pobres. El viaje, en este caso, sólo es visual, como lo fue el que rememoró, con un sentido de la memoria que tiene mucho de orfebrería, el portugués Manoel de Oliveira en Porto da minja infància. Allí salen imágenes documentales de principios del siglo XX, incluso fotografías del café Palladium y del primer cine de Oporto, bautizado con el pomposo nombre de High-Life. La futura película de Allen en Barcelona, pues, con o sin contenedores, será una aportación más al siempre interesante museo de los puntos de vista.

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