Zafarrancho de patriotas
Ha sido la tercera visita que una comisión de eurodiputados amparados por el Parlamento europeo ha girado esta semana por el País Valenciano para observar de nuevo el urbanismo que se desarrolla y verificar las denuncias que, a propósito del mismo, se han presentado ante el Comité de Peticiones del mentado órgano de gobierno comunitario. Un tránsito a uña de caballo por algunos de los municipios cuestionados y de distinto color político, donde los comisionados se han reunido con los damnificados y comprobado personalmente las presuntas y portentosas hazañas de la industria inmobiliaria.
Como era de esperar, al PP gobernante le ha sentado a cuerno quemado esta reiterada inspección y ha tratado de desacreditarla por todos los medios, sin desdeñar aquellos que delataban sus querencias e inercias anacrónicas. No se ha citado el oro de Moscú, pero sí ha aludido a lobbies y contubernios financieros, así como a una imaginaria y malévola campaña de la izquierda, como causas de esta embajada parlamentaria que a su entender desdora la imagen valenciana. En el colmo de la memez y del absurdo, el diputado popular Carlos Iturgaiz se ha referido a estas requisitorias urbanísticas como tapadera de las conversaciones con ETA. Una serie de dislates a la que se ha sumado el lúcido eurodiputado José Manuel García Margallo, a quien nadie ha de aleccionarle sobre lo mucho de bananero que ha tenido por estos pagos la gestión del territorio y del ladrillar.
Recrimina el partido conservador que los afectados por el llamado desarrollo urbanístico hayan recurrido a las autoridades europeas, lo que reputan como poco menos que un delito de lesa patria, una apelación emocional muy grata a sus huestes, tan sensibles a estos zafarranchos. Soslaya, en cambio, que tal apelación a Bruselas se ha producido como fruto de la impotencia, después de un sinnúmero de tropelías al amparo de la ley reguladora del urbanismo valenciano, con el agravante de un clima de permisión, cuando no de corrupción generalizada en este ámbito y al amparo circunstancial de los jueces, indotados de medios materiales y de mentalidad para abordar este problema con la diligencia que sólo últimamente parece que están aplicando.
¿Cómo puede sorprender, pues, que en tal tesitura no se recurra a Europa? Al mismo Napoleón se le hubiese franqueado la entrada en el país si con ello se propiciaba otro orden y remedio al auge de los agentes urbanizadores y la colonización intensiva, al tiempo que arbitraria, del territorio. Los afrancesados de entonces son en buena parte los valencianos de hoy, que se esperanzan en instancias ajenas -y no tan lejanas- ante la quiebra de las propias, empezando por las políticas. Sobre todo, si del PP se trata. Resulta alarmante a este respecto su obstinación en cantar las bondades de un modelo urbanizador que únicamente pueden aplaudir cuantos lo han exprimido económicamente. Una testarudez que, sin embargo, ha tenido que ceder ante los sucesivos correctivos en forma de expedientes sancionadores, informes negativos y visitas como la que glosamos. El corolario ha sido el discurso de la sandía, ese recuelo ecologista -con visos de oportunista- a cargo del inefable consejero de la cosa, González Pons.
A esta movilización de patriotas ofendidos no han faltado los promotores inmobiliarios asociados. A su entender los diputados europeos comisionados han calumniado a su propio gremio y a la Administración al señalar estos la inseguridad jurídica que decantan las deficiencias de la ley urbanística vigente, y eso no es bueno para el mercado. Gran sensibilidad la de estos profesionales que han vivido una bonanza irrepetible, lo que probablemente les ha ocultado las quiebras escandalosas de su negocio. Al margen de lo que se entienda en este caso por calumnia -que no hemos percibido por parte alguna-, el mentado gremio tiene que asumir su parte de responsabilidad en tanto que beneficiario mudo del proceso urbanístico cuajado de abusos. Pero la inculpación no va con ellos, sino con los políticos. Son estos quienes deben valorar estas inspecciones parlamentarias como la sanción mortificante de su ineptitud o complicidad. De ahí, acaso, la algarada patriotera con que se pertrechan.
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