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Invierno caliente

Dos solitarios osos polares se acurrucan en el mínimo espacio de un bloque de hielo a la deriva en el Ártico. Los osos europeos salen prematuramente de sus cuevas invernales engañados por la falsa primavera de enero. Cuando en febrero regresa el invierno, los osos enfurecen, rugen, atacan. Los capullos de los parques del norte asoman las cabezas y pronto mueren de frío.

Y en Múnich, en medio de las inciertas estaciones, Vladímir Putin lanza un ataque caliente a los Estados Unidos, reminiscente de los peores momentos de la guerra fría. Acostumbrados a ser ellos los que atacan a Washington, los europeos se retraen tiritando. Es como el tiro por la culata del Duce venezolano, Hugo Chávez, cuyo ataque a Bush en la Asamblea General de la ONU le ganó más amistades a los Estados Unidos que a Venezuela.

Pero Putin no es ni un payaso de balcón como Chávez ni un teólogo ignorante como Bush. Formado en las filas disciplinadas del KGB, el astuto jefe ruso tiene una clara idea de la geopolítica de la Europa centro-oriental y de las líneas de fuerza del mundo ruso. Rusia es una nación a la defensiva. Desde los orígenes de Novgorod y Moscovia en la Edad Media. A través de la supremacía de Iván el Terrible contra los remanentes feudales y después de la inserción europeísta de Pedro el Grande. De la batalla contra los caballeros teutones al rechazo de las invasiones francesa y alemana, Rusia se ha forjado unas fronteras nerviosas, un sentido muy hondo de la resistencia nacional y una identidad tan europea como las novelas de Turguenev o la poesía de Mandelstam, tan asiática como las tradiciones orales de la estepa oriental y siempre tan conflictiva como el Pan-eslavismo de Dostoievski, la añoranza reaccionaria de Solyenitzin o el simbolismo timorato de Eisenstein.

Bastan estos nombres -y cien más- para dar cuenta de la tensa variedad de la cultura rusa, sus identidades divididas entre Asia y Europa, su singular adopción del modelo cesaropapista (la unión de la Iglesia y el Estado) versus el modelo occidental de la separación de los poderes espiritual y temporal, y la manera en que Lenin desvirtuó la filosofía de Marx -la libertad en el poder- para convertirla en sumisión ante el poder.

El Estado y el Partido (el partido eclesiástico) de la URSS fenecieron entre las ruinas de su propia ineficiencia. El Gargantúa militar devoró al Pulgarcito civil. Los Estados Unidos ganaron la guerra fría en la medida en que conjugaron prosperidad económica, libertad y fuerza armada. Gorbachov trató de salvar al Estado democratizándolo. Yeltsin lo debilitó desmantelándolo y sustituyendo a una gerontocracia corrupta por una burocracia inútil. Putin, en fin, heredó un Estado débil, cercado por la fuerza norteamericana y los Estados clientes de los EE UU -Polonia, Checoslovaquia, Hungría-, apenas ayer satélites de Moscú.

La política de Putin, agresivamente expuesta hace unos días en Múnich, representa el regreso de Rusia a las grandes ligas. El nuevo zar aparece montado sobre tanques de petróleo y ductos de gas proclamando: se acabó el sometimiento ruso. Somos una gran potencia y vamos a reclamar nuestros espacios históricos, del mar del Norte al Cáucaso y de San Petersburgo a Vladivostok.

Cuando Putin, en Múnich, declara que el proceso de expansión de la OTAN a las fronteras con Rusia no significa, para nada, "modernización de la alianza", sino "expansión contra Rusia", no sólo le marca un alto a la Alianza Atlántica. Algo, mucho más: se suma a la rápida evolución política global hacia el multilateralismo y la multipolaridad. Piensen ustedes que hace apenas seis años se aceptaba que vivíamos la nueva era unipolar y que la única potencia mundial eran los Estados Unidos. Sueño con las palabras de Condoleezza Rice y las repito asombrado: los Estados Unidos son la única potencia mundial y no tienen que darle cuenta de sus actos a nadie.

Hoy, estas palabras -esta actitud, acaso esta "política"- son desvirtuadas por la rápida emergencia del nuevo mundo multipolar en el que, junto al innegable poder norteamericano, surge el poder de China, la India, Japón, Europa y pronto Brasil, Indonesia y acaso, a la larga, la alianza de la media luna, del Mediterráneo al Caspio, de Egipto, Palestina y Líbano a Irak, Irán y Pakistán.

Un mundo de rapidísima evolución que mira en todas las direcciones -al Atlántico, al Pacífico, al Mediterráneo, al Índico- y en donde los osos se van de un bloque de hielo a un continente entero, aunque aún no llegue la primavera y el invierno sea cálido.

Dos consideraciones:

La primera, que Rusia está de vuelta y el hecho mismo desmiente la pretensión unipolar del equipo Bush-Cheney. Putin no puede ser más agresivo: los Estados Unidos han violado, en todas las áreas, sus fronteras nacionales, dijo el dirigente ruso en Múnich.

La segunda, que carecemos de los instrumentos jurídicos y diplomáticos para ordenar un mundo de culturas, religiones, historias y sueños muy diversos, y que no calzan en un solo zapato.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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