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Decir lo que se piensa

No es tan sencilla, después de todo, esta obviedad: decir lo que uno piensa. Porque además no es fácil hacerlo. Se tienen muchos temores al ridículo, se apela a muchas estrategias oportunas o inoportunas, se mira de reojo a quienes han de sancionar en último extremo el amaestramiento de la libertad individual, lo más incómodo del mundo, para el poder establecido. En suma, decir lo que se piensa arroja al individuo a las fieras de la soledad. Es un claro ejercicio de incorrección política y social que vemos florecer escasamente, y sobre todo da sus frutos a una edad en la que ya no hay nada que aparentar, cuando no que perder, o en un momento político en que se está totalmente apartado. Me viene a la cabeza el caso de José María Aznar, por ejemplo, que ahora dice lo que piensa con toda libertad y, salvo en una o dos ideas nada originales, suele ser tan lamentable como cuando se guardaba para sí lo que de verdad pensaba. Pero un político como Aznar, tan nefasto para España, todo él lamentable en sí, hizo de la mentira un sistema y es poco creíble que lo que diga ahora sea en realidad lo que piensa y siempre calló, cuando me temo que siempre dijo lo que pensaba, porque siempre callaba, o a lo sumo parecía que hablaba sin llegar a decir nada verdaderamente de interés. No me preocuparía demasiado este asunto si no fuera porque este doble lenguaje del decir y el pensar por separado afecta, hoy por hoy, a todo tipo de escritores, intelectuales y periodistas de izquierda. Y la dicotomía verdad versus apariencia correcta se ha instalado en el discurso habitual de analistas y opinadores.

Nos hemos metido en el laberinto de la verdad tamizada, de la realidad explicada con perspectiva de futuro (luego esquivable en el presente), de la opinión maquillada y desteñida, del histérico tartufismo intelectual, que lleva a la coronación de una hipocresía, no nueva, pero sí demasiado extendida, entre los corifeos de las acciones (o inacciones) del Gobierno. A cierto borreguismo se le ha empezado a llamar "cerrar filas", y estos que cierran filas y buscan una permanente justificación laudatoria de todas las cesiones y concesiones que el Gobierno de izquierdas hace para mantener el equilibrio inestable en que se encuentra (véase ese maridaje contra natura que es la asunción del nacionalismo como parte integrante de la evolución de la izquierda) son los que ya no dicen lo que piensan. Han envenenado las aguas de su pensamiento y han sacado en procesión un vetusto estalinismo intelectual que subyace en la autocomplacencia de un Gobierno incauto y su guardia pretoriana. A la autocrítica se le empieza a ver como deserción o cobardía. A la opinión discrepante se le tilda de arma maquiavélica o, peor aún, de traición. A quienes se desmarcan del "consignismo" propio de todo gobierno en apuros, se les estigmatiza como "de derechas", y ya, desde ahí, desde esa nueva identidad, no vale la pena escucharlos porque dirán, a su vez, otras y taimadas consignas.

¿Qué pueden hacer aquellas personas que abominan del dúo chulesco y tramposo de Acebes-Zaplana, o del peroratismo destructivo del Nunca Electo Rajoy, pero que también tienen una clara noción del alto precio de honestidad que cuestan las torpezas y necedades de este nuestro Gobierno? ¿Acaso ver un cúmulo de prejuicios en el discurso que sostiene la izquierda, en materia de política exterior o de inmigración, hace que uno haya de ser expulsado a los brazos de la derecha? ¿Es que pensar que no hay que negociar con ETA equivale a ser un fascista de extrema derecha peligroso? ¿Puede ser de recibo que desenmascarar a los falsos lobos vestidos de corderos que articulan que el nacionalismo tiene una bondadosa vertiente universalista sea tenido por reaccionario?

No hago más que lamentar, día tras día, cuánto se ha perdido de la libertad individual y de la palabra individual, sobre todo cuando esa libertad y esa palabra se convierten en voz que aspira a ser colectiva, a decir a los demás que existe una tercera opción, y que ésa es la del ejercicio de la verdad aunque moleste. Y hay mucha gente, entre los periodistas, los tertulianos radiofónicos, los escritores de medios de comunicación, que piensan una cosa (y la manifiestan en el ámbito privado) y dicen otra en el ámbito público. Porque hay miedo a perder el estatus tan bien y peligrosamente conseguido entre las filas de los adoradores del poder. Y hay miedo a ser quien se es, por si acaso, al final, no hay recompensa. Lo terrible, bien mirado, es que a derecha e izquierda van asentándose unos cuantos personajes que enarbolan palabras muy incendiarias y amenazas muy veladas, y pienso en que, esos mismos, en otra España, lejana en el tiempo tan sólo, habrían llevado armas, redactado listas y justificado crímenes en aras de una ideología. Siempre, decir lo que se piensa, se paga. Aunque puede que tal vez no, que la democracia sea una verdad más valiosa de lo que creemos y decir lo que se piensa sea respetado y aplaudido. Esperemos.

Adolfo García Ortega es escritor.

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