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Estamos bien, vamos mal

Que América Latina está creciendo vigorosamente es un hecho. Que la gente vota y, salvo Cuba, hay gobiernos electos en todos lados, también es verdad. O sea, que estamos bien, o por lo menos mejor que antes. Pero si miramos por encima de esa afirmación, nos encontramos con que -como ha dicho alguien y lo recoge el título- estamos bien pero vamos mal. ¿Por qué? Porque la bonanza económica no está bien aprovechada y porque nuestra democracia, a pesar de su activismo electoral, muestra cada día signos de inmadurez institucional.

Si empezamos por lo económico, ¿quién duda de que existe más dinámica que en los años ochenta, cuando apenas crecimos el 1,2%, mientras el mundo lo hacía el 3,4%? Observando un período más largo, entre 1980 y 2002, ese crecimiento es algo mayor, del 2,2%, pero siempre menor que el del mundo. Es recién en los tres últimos años que, al impulso de la suba en los precios de materias primas (desde petróleo a carne, desde cobre a soja), hemos avanzado por encima del guarismo mundial.

Los famosos términos de intercambio, cuyo deterioro tanto estudió don Raúl Prebisch en la vieja CEPAL, son ahora extraordinariamente favorables. En América del Sur, esa relación mejoró en los últimos tres años un 50%, y particularmente en Chile y Venezuela subió un 100%, por el aumento vertical del precio de los productos exportables y el estancamiento o rebaja de aquellos que importan. De lo cual resulta, entonces, que los presupuestos se han alejado de los déficit y tenemos 370.000 millones de dólares en reservas, algo impensable hace muy poco tiempo.

La cuestión es que lo mismo pasó en el período histórico que va desde 1870 hasta 1914, cuando las materias primas valían una fortuna. En un cierto momento, esos precios bajaron y nunca más subieron a grandes valores. Apenas hubo un respingo hacia arriba en algunos productos en el fin de la II Guerra Mundial y la guerra de Corea, en que los productores de carne y lana, como el Río de la Plata, recibieron beneficios importantes.

¿No nos podrá ocurrir lo mismo que después de la I Guerra Mundial? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que el futuro -más cercano o más lejano- no estará en las materias primas, sino en los productos altamente especializados de la tecnología.

Y ello requiere mejoría sustancial de la calidad educativa, transformación de la infraestructura de comunicaciones, desarrollo de la investigación, disponibilidad abundante de energía, racionalización del Estado, mayor valor agregado en la producción, inversiones extranjeras importantes en sectores estratégicos, además de -naturalmente- seguridad jurídica y estabilidad política. Y aquí es donde, desgraciadamente, se ve claro que no estamos en el rumbo adecuado. Sólo unos pocos países han avanzado en esas materias, y en varios de ellos se marcha en la dirección opuesta, como en Venezuela, Bolivia y Ecuador, donde se están reestatizando servicios, invirtiendo dinero que debería dedicarse a crecer, o, aún peor, generando rechazo a la inversión cuando, en vez de indemnizar cabalmente las expropiaciones, se intentan modalidades de confiscación. Se repite, fuera de tiempo, la receta de los años treinta a los cincuenta, que entonces tuvo sentido aunque sus resultados no siempre hayan sido buenos, pero que hoy por hoy es profundamente antihistórica. Ese camino no conduce a reducir la brecha de pobreza y atenuar las desigualdades sociales.

Si pasamos de la economía a la política, nos encontramos con que el fin de la guerra fría nos ha sacado de encima la dialéctica guerrilla-golpe de Estado. Hay elecciones, pero la democracia luce tantas fragilidades que, en diez años, 14 presidentes electos no terminaron su mandato. A ello se añade la aparición de una peligrosa tentación autoritaria, al punto de que luego de un tiempo en que la reelección parecía mala palabra, hemos entrado en un proceso de cambios constitucionales que apuntan a la reelección del presidente en ejercicio y ahora ya hacia las reelecciones indefinidas, como lo resolvió Venezuela y comienzan a plantearlo en Brasil los seguidores de Lula.

Por si esto fuera poco, nos contagia la plaga de los "superpoderes". En Venezuela se llegó al colmo cuando el Parlamento, reunido en una plaza pública el 31 de enero, resolvió delegarle al presidente, por 18 meses, la facultad de legislar. Un Gobierno que tiene un Poder Legislativo exclusivamente de su partido (porque la oposición se abstuvo), no contento con ello, le exige además que decline formalmente sus facultades. Se afirmó que ese ejercicio callejero era "el parlamentarismo socialista de calle", y hasta el propio presidente brasileño se preocupó por la situación lanzando una advertencia al respecto.

En Ecuador, por estos días, el presidente se ha llevado por delante al Parlamento, donde él no tiene representación, porque -a la inversa de Chávez- no presentó candidatos al Legislativo. A base de puebladas y manifestaciones, con miles de partidarios en la puerta, el Poder Legislativo le aceptó nombrar una Asamblea Constituyente con soberanía absoluta, que será elegida el 15 de abril, para reformar la Constitución y, por supuesto, darle al presidente los mayores poderes.

Algo parecido hizo en Bolivia el presidente Evo Morales, quien no aceptó que la Asamblea Constituyente ya constituida tuviera que expedirse por la prevista mayoría especial. Así, a fuerza de asambleas y votaciones, con un país en estado de ebullición, negocia para saltearse esa exigencia. Han mediado poderes especiales en otros países, pero dentro de un contexto más democrático. En cualquier caso, la tendencia es a acentuar aún más el poder de presidencias ya de por sí fuertes, desbalanceando los equilibrios institucionales.

De este modo, una democracia que todavía no ha afirmado sus bases de sustentación comienza una deriva autoritaria muy peligrosa. Montesquieu se hubiera alarmado después de explicarnos que la democracia no es sólo votación, sino también equilibrio de poderes y salvaguardia de derechos. Como dijo el presidente Uribe días pasados en el Círculo de Montevideo, "dictaduras con votos se han visto muchas, pero no por ello han dejado de ser dictaduras".

Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.

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