Corea del Norte: volver al punto cero
Cinco años después, las relaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte han vuelto a su punto de partida en 2002, cuando la Administración de George W. Bush denunció como un peligro para la humanidad el acuerdo suscrito entre Washington y Pyongyang en 1994, bajo la presidencia de Bill Clinton. Estados Unidos da, en cambio, hoy por bueno un arreglo casi idéntico al establecido en esa última fecha, 13 años y varios sustos atómicos más tarde.
El régimen de Kim Jong-il renunciaba entonces y vuelve a hacerlo ahora al arma nuclear, a cambio de subsidios, alimentos, combustible y todo aquello que pueda sacar a flote a uno de los Estados más incompetentes, despóticos y analfabetos del planeta. Por ello, lejos de ser un acuerdo que abra nuevos caminos -un breakthrough- como proclama la Casa Blanca, es un regreso a la primera casilla del tablero, que a quien más aprovecha es a China, que ha demostrado lo mucho que manda diciéndole a Pyongyang que ya está bien de jugar al borde del abismo.
Se vuelve a como se estaba entonces, sí, pero con una nota al pie. En 1994, Pyongyang carecía de la bomba y hoy sí cuenta con ella, porque la presión norteamericana ha estimulado a Corea del Norte a armarse para tener algo con que negociar si las cosas venían mal dadas. El ejemplo de Sadam Husein en Irak, cuyo país era invadido en 2003, su régimen derrocado y el propio tirano ejecutado, todo parece indicar que por no tener armas de destrucción masiva, era todo un aviso para Kim Jong-il. Si Estados Unidos atacaba a su país, podía decirse el dictador norcoreano de segunda generación, que se supiera de antemano que podía despachar un misil atómico a Seúl, o al archipiélago japonés, el mayor aliado de Estados Unidos en Asia.
El acuerdo, sin embargo, es a largo plazo y debe irse cumpliendo progresivamente en los próximos meses y aun años, de forma que las recompensas por abdicar de la proliferación atómica vayan a abonarse también a lo largo de ese periodo de tiempo, sin que nada garantice la buena fe de las partes, más que en la medida en que ambas puedan creer que han obtenido el mejor trato posible, dadas las circunstancias. ¿Y cuáles son esas circunstancias?
Para Pyongyang se trataba de no exponerse a que China se acabara cansando de hacer de paraguas, y de garantizar que sin su consentimiento el presidente Bush no pudiera arriesgarse a una acción militar contra el país asiático. Porque, desde los tiempos de la negociación con la Administración de Clinton, pero, sobre todo, tras la voladura incontrolada de Irak, Pyongyang aspira a algo más que forraje; persigue, más ambiciosamente, un tratado en toda regla por el que Washington se comprometa a no iniciar hostilidades contra Corea del Norte. Eso está hoy entre brumas, pero en la presentación del acuerdo se alude vagamente a un futuro en el que Estados Unidos podría agraciar al país con algún tipo de reconocimiento político; que eso llegará algún día, sin duda con el presidente número 44 o 45, no con Bush 43, sería una muestra de ponderación y sosiego de la Casa Blanca y una excelente noticia para el mundo, aunque, quizá, no tanto para los norcoreanos.
Y, finalmente, parece obvio que con el cenagal de Irak y las magníficas perspectivas de que acabe montando la Operación Irán, mal podía Estados Unidos ir llenando los puntos de mira de objetivos a los que abatir. Por eso, Bush, poniendo a un tiempo sólo regular la mejor cara posible, ha borrado de un plumazo cinco años de amenazas y declaraciones hostiles, como la inclusión de Corea del Norte en el llamado Eje del Mal, para regresar allí donde ya habíamos morado. Ésa es la diferencia entre Corea del Norte e Irak; que el régimen de Bagdad no tenía una vecindad que le protegiera como la de China, potencia con la que hay que contar cada vez más en este siglo XXI.
Un mundo en el que Kim Jong-il no tenga la bomba; Bush y sucesores no determinen a solas el premio o el castigo mundiales; y Asia busque su propio equilibrio -¿Japón e India ante China?- está entre lo mejor que nos puede pasar. A salvo, siempre, de lo que ocurra en Irán.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.