La tribu desdichada
Las guerras del siglo XX han sido contadas a través de la prensa escrita y de la radio hasta la Segunda Guerra Mundial, después la televisión se incorporó en Vietnam a la cobertura periodística y, por último, los conflictos en la antigua Yugoslavia o en Irak han sido transmitidos a partir de la realidad virtual. No obstante, los periodistas honestos siguen aspirando a ser testigos de primera fila de los acontecimientos para denunciar los abusos y las mentiras de los poderosos.
"Cuando llega una guerra, la primera víctima es la verdad", dijo el senador Hiram Johnson
Hoy las líneas morales se entrecruzan. Las guerras son un batiburrillo de violencia y de crueldad si es que se le puede llamar guerra a una sarracina como la de Irak
Apartaos de mi camino, miserables borrachos", era la frase con la que el general Kitchener obsequiaba a los corresponsales de guerra en Sudán, tal y como recoge Philip Knightley en su libro La primera baja.
Los soldados venían a ser algo así como los corresponsales de guerra, mal avenidos y borrachos. Hace falta mucha vocación para aguantar un ritmo tan infernal y un desprecio tan profundo. Pero el periodismo de investigación no ha cedido y sigue dando disgustos a los generales, a los patrones de las grandes empresas y a los altos funcionarios. Hace falta mucho cuajo para resistir día a día tantas dificultades. Conocimos las que sufrieron (y gozaron) Woodward y Bernstein en el curso de su trabajo en el Watergate. Pero ése es sólo un emblema del oficio. Hay otros muchos casos en los que la persecución de la noticia y la identificación de los culpables o de los responsables fue voraz e indeclinable. En todos esos casos triunfó el periodismo de investigación. Estos periodistas son los que fueron llamados el siglo pasado muckrakers, o sea, los que hozan en la basura. Para acceder con éxito a este tipo de periodismo se necesita entre otras cosas tiempo, persistencia y dinero. En los países en los que no ha triunfado el periodismo de investigación, resulta una tarea imposible, y hay otro dato: una sociedad impermeable al secreto, que huye de las fuentes. Nada se puede hacer con ese tipo de individuos que no sueltan prenda. Pero se trata de no abandonar su presa que es lo que hace del periodismo un arte y una búsqueda de la verdad.
"Cuando llega una guerra la pri
mera víctima es la verdad", dijo una vez el senador norteamericano Hiram Johnson. El servicio de prensa fue hasta que llegó William Howard Russell una emanación de los ejércitos. "Apartaos de mi camino". Privados de las fuentes del conocimiento, los corresponsales debieron batirse contra los guardianes del tesoro: ni una palabra salía de sus labios que contuviera algún secreto. Se trataba de abrir la Caja de Pandora y descubrir relaciones nuevas. Russell -que está enterrado en la londinense catedral de San Pablo, bajo una placa que reza: "El primero y más grande de los corresponsales de guerra"- rompió con ese esquema de sumisión a las autoridades militares. Se puso a informar por su cuenta, a moverse en mula por el frente hasta donde le dejaban, a informar con veracidad in situ.
Su brillante crónica de la carga de la Brigada Ligera en The Times del 14 de noviembre de 1854 llevó la consternación a la opinión pública británica. La verdad era una píldora amarga y Russell, el primer testigo incómodo. Se llamó a sí mismo "el mísero padre de una tribu desdichada". Russell estaba, a pesar de todo, hecho de la madera de los héroes que gustaban a los militares, patriotas antes que reporteros. La Primera Guerra Mundial fue todavía tiempo de la Galaxia Gutenberg. La Segunda Guerra Mundial traería la hegemonía de la radio; Vietnam, de la televisión, y el Golfo o Kosovo, de la realidad virtual. Martha Gellhorn, tercera esposa de Hemingway y una de las mejores corresponsales de todos los tiempos, afirmó que Vietnam había sido la última guerra de los enviados especiales. Ella misma fue expulsada de Vietnam a mediados de los sesenta por sus investigaciones sobre abusos y casos de corrupción. Otro testigo incómodo.
Churchill aseguró que después de las guerras atómicas vendrían las guerras atomizadas, eso es lo que puede estar pasando ahora en Congo, Irak, Darfur y tantos otros puntos negros que empiezan o se desarrollan donde siempre, en Oriente Próximo. Ahora, y no sólo ahora, van todos los periodistas juntos y les dejan algo de libertad para disimular, con cuentagotas.
Hay quienes prefieren estas gue
rras masificadas en las que se les controla mejor a los de la tribu. Las mismas ruedas de prensa, las mismas declaraciones, la misma rutina, y llegarás a la conclusión de que desde donde mejor se informa es desde Washington. Algunas de las mejores exclusivas han nacido allí, no en el ardor de la batalla ni en las trincheras, son guerras que se desarrollan en los despachos.
Sin embargo, los lectores necesitan descripciones dramáticas y un material así, caliente, no se logra desde los hoteles, sobre los miradores de la guerra o sobre la base de los partes oficiales que el ejército entrega en forma de observaciones de un testigo ocular. Hay que arriesgar, acercarse a primera línea. Más lejos, la foto no vale. Más cerca puede ser una traición a la patria. El periodismo confundido con el espionaje. Nada hay que hacer que dañe al ejército propio. Para ellos, el periodista debe ser antes un patriota que un cronista civil por libre. Cualquier cosa que diga o escriba servirá como información para el enemigo. Ya dijo Napoleón que prefería el control de los periódicos a una división en combate.
Un historiador escribió que, debido a los propagandistas del Estado Mayor y a los empeñados en ignorar las derrotas, "no hubo periodo más ignominioso en la historia del periodismo que los cuatro años de la Gran Guerra". En 1917, en la batalla de Somme, cayeron divisiones enteras. Los aliados perdieron 600.000 hombres en una sola batalla. Los diarios se olvidaron de la noticia por temor a un colapso de la moral de combate, a una crisis en el alistamiento de reclutas o a un levantamiento general que se vislumbraba en el horizonte. No sólo es que sufriera la verdad, sino que los periódicos se transformaron en aparatos de propaganda.
En las trincheras españolas de 1936 se inició un debate a cara de perro sobre objetividad y compromiso. Los corresponsales acreditados en el bando de la República fueron por lo general abanderados de la causa, lo mismo que los destacados en el bando franquista. Eran más los destinados a tomar partido que los defensores de la vía descriptiva, distanciada, que contaba los hechos sin editorializarlos. "¡A la mierda con la objetividad, gritó Martha Gellhorn, aquí lo que está en juego es la derrota del fascismo!".
Este debate no ha terminado aún, porque las dos escuelas de pensamiento compiten ásperamente. Hemingway fue un mal corresponsal de guerra: cuando la República se derrumbaba en todos los frentes, anunciaba en sus periódicos canadienses su inminente victoria. El corazón le pudo a la cabeza.
Hoy las líneas morales se entre
cruzan. Las guerras son un batiburrillo de violencia y crueldad si es que se le puede llamar guerra a una sarracina como en Irak. Hay pocas guerras entre naciones, son más entre vecinos, entre partidos, ya no hay reglas del juego, tampoco se venden más periódicos, eso quedó en el conflicto de Vietnam, por ejemplo, en el My Lai, de Seymour Hersh. Hoy se utilizan otras vías, el libro reportaje con revelaciones de un político presente; documentales de autor, Michael Moor, etcétera. Y con frecuencia estos choques duran mientras dura el dinero para sufragarlos.
Alguien dijo cuando se reunieron miles de periodistas en el frente de Kosovo que aquello parecía el Tour y no le faltaba razón. Las guerras son ruedas de prensa sucesivas. Peter Arnett se salió de la pista al intentar, como en otros tiempos, contar la guerra secreta de Laos. Hay poco espacio para las exclusivas, si es que queda alguno. Hay cosas del género rearme nuclear de Corea del Norte o Irán, pero merece más la pena ocuparse del cambio climático. La guerra nunca pasará de moda, pero habrá grados. ¿Vuelven las guerras atómicas? ¿Y otra vez con el equilibrio del terror?
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