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El nuevo Estatuto
Columna
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Mañana

Como la mayoría de mis amigos están acostumbrados al pesimismo por exigencias de la realidad, no me pasa desapercibida la ilusión cuando reaparece en sus conversaciones. Hay luces que se encienden en las palabras acostumbradas a las sombras como los faroles callejeros en las penumbras del atardecer. A todos nos gusta sentirnos útiles sin tener que traicionarnos. He notado un rebrote de la alegría cívica en los debates sobre el referéndum del Estatuto. No sé si dará resultados significativos en los índices de la participación, pero ya es importante que algunas reflexiones hayan vuelto a unir la interpretación del presente con la ilusión del futuro. Resulta complejo esgrimir el concepto de la alegría en la tradición andaluza, porque durante siglos se ha identificado con la juerga superficial de un territorio herido por las tristezas del hambre. Ahora nuestro tiempo es otro, somos una sociedad avanzada, se ha roto la dinámica de la marginación. Ser una sociedad avanzada, claro está, no significa vivir sin problemas, sino vivir con los problemas y las desigualdades propias de una sociedad avanzada. El Estatuto interpreta la realidad, comprende que hemos pasado de las quejas y los retrasos tradicionales a las contradicciones de una situación nueva, al paisaje de las democracias europeas modernas, y propone respuestas cargadas de alegría cívica. Esta ilusión a la que me refiero descansa en tres claves: dignificación de la política, memoria histórica y futuro histórico. Basta con meditar las noticias de los periódicos para asumir que vivimos años de barbarie neoconservadora. Sufrimos la ley del más fuerte, el descrédito de la política y la liquidación del Estado, en nombre de una eficacia que sólo con mucha fastasmagoría tecnológica puede confundirse con los intereses de los ciudadanos. Motivo de alegría supone afrontar la barbarie no ya con una ética de la resistencia, sino con la oportunidad de un optimismo constructivo.

El desarrollo progresista de la España de las autonomías ha facilitado una coyuntura feliz y extraña: una nueva oportunidad para las competencias públicas. La raíz profunda de la dignificación de la política es inseparable de la reivindicación de los espacios públicos, los amparos sociales, las medidas de igualdad y la defensa del medio ambiente. El Estatuto tiene los ojos abiertos a los problemas reales, a las dificultades económicas, laborales y sociales de los ciudadanos. El protagonismo de la solidaridad es lógico en una tierra con memoria histórica, que conserva recuerdo de un pasado inmediato de emigración, dependencia y pobreza. A la hora de construir el futuro preferimos apostar por la cohesión, la integración de los inmigrantes, la convivencia pacífica y el diálogo entre culturas. El adjetivo histórico se aplica a la memoria para aludir a las experiencias y los recuerdos colectivos. Un sentimiento de alegría se produce cuando nos atrevemos a aplicar este adjetivo al futuro. Y ese es el reto. El tiempo humano también se construye, se hace histórico, futuro histórico, sobre todo cuando pensamos en el porvenir sin la condenas de la fatalidad o de leyes escritas al margen de la voluntad de los ciudadanos. La alegría cívica surge entonces, como algo más que una resistencia ante la hostilidad, como un sentimiento puro de intervención, una apuesta por un modelo de Estado, una negociación con la realidad. De pronto nos sentimos legitimados una vez más para inventar, para imaginar, para sentirnos herederos de las ilusiones optimistas de la modernidad, para recoger la antorcha de la dignificación humana. Las utopías irracionales proponen el paraíso, un futuro perfecto que promete la felicidad, palabra demasiado rotunda, que sólo se hace vida en algunas afortunadas plenitudes del amor azaroso. Para discutir de los horizontes públicos mejor es atenerse al estado modesto de la alegría, que no da soluciones eternas, pero permite unir la ilusión con la realidad. Alegre me parece a mí la apuesta por los espacios públicos del nuevo Estatuto. Conviene aprovecharla.

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