_
_
_
_

El miedo de Pascual

Pascual cierra el periódico con una sensación de malestar casi física, porque se parece al entumecimiento amargo, complejo, que sucede en el paladar a un sabor desagradable. Se trata de una reacción moral, aunque él nunca utilizaría esas palabras para definirla, porque acabó el bachiller a duras penas. Y sin embargo existe, porque la experimenta cada día desde hace algún tiempo, hasta el punto de que está considerando la posibilidad de abandonar la lectura de prensa, que es la única actividad intelectual por la que ha llegado a estar sinceramente interesado en toda su vida.

Pascual no se siente seguro, y eso no sólo no le gusta. También piensa que no se lo merece. Su inseguridad no tiene nada que ver con el contenido de los titulares más obvios, los que pretenden sembrar el miedo en personas mucho más inseguras. Él sabe muy bien que en Alcorcón no pasa nada. ¿Cómo no lo va a saber, si tiene una hermana que vive allí? Desde hace muchos años va a comer a su casa un par de veces al mes, y ha visto cambiar el barrio, la casa, a sus habitantes. Ahora, una familia nigeriana vive en el tercero, y unos chicos polacos en el quinto, ¿y qué? Y nada. Él mismo vive en la capital y la mitad de sus vecinos son extranjeros. Le siguen dando más miedo los españoles.

Porque Pascual tiene miedo. No es un terror ambiguo e indiscriminado, de esos que no le dejan a uno salir de casa, ni un pánico inspirado por una situación, una persona, una organización concreta. No. Él sintió en el alma el atentado de la T4, y aunque por la cantidad del horror no pudo compararlo con la matanza de Atocha, su calidad le produjo la misma desolación, una idéntica sensación de fracaso. Pero él siempre ha sabido que un descerebrado con unos pocos kilos de explosivo es el arma de destrucción masiva más temible, más virulenta y atroz que existe. Eso lo sabe cualquiera, para eso no hace falta estudiar. Otra cosa es comprenderlo, llegar a entender qué pasa en la cabeza de un ser humano capaz de infligir tanto dolor y de hacerlo al azar. Él nunca lo logrará. Por eso siempre ha tenido miedo de los pistoleros, de los terroristas, de los iluminados, y ese miedo, mezclado con asco, con indignación, con estupor y con impotencia, le acompañará mientras viva. Y sin embargo, lo que le pasa ahora es distinto. Porque ahora también le dan miedo las personas con cerebro.

Pascual no es creyente. No es conservador, ni reaccionario, ni puritano, pero de alguna manera, de la manera en la que lo es hoy, ahora, la gente normal, es una persona de orden. Porque cree en la validez del orden establecido, en las instituciones que lo amparan, y se siente amparado por ellas, resguardado por la vigencia de los principios que inspiran la convivencia democrática en la que convergen la sensibilidad y las aspiraciones de la inmensa mayor parte de sus conciudadanos. Él no lo definiría así, porque nunca fue a la universidad, pero es esa seguridad la que ve quebrantarse día a día mientras pasa las páginas del periódico y se da cuenta de que en este país nada vale, o vale todo. Él lo explicaría con otras palabras. ¿Por qué, de repente, el trabajo de un juez que ha estado dos años interrogando a medio mundo no sirve para nada? ¿Por qué, de repente, los tribunales se contradicen, se anulan entre sí, cargan unos contra otros como si fueran partidos políticos y no órganos abocados a la imparcialidad por su propia naturaleza? ¿Por qué, de repente, el criterio de un fiscal vale menos que el del abogado de la acusación particular en este o aquel o el otro sumario?

Pascual todavía se acuerda de los tiempos en los que un ex yonqui rehabilitado, a la sazón feliz padre de familia con empleo fijo, se veía condenado a ingresar en prisión por un atraco a una farmacia, ocho, diez, doce años después de haberlo cometido. Pero en aquella época por lo menos iban despacio, y ahora, en cambio, cuando quieren, corren que se las pelan. Éstas son las palabras que usa Pascual para explicarse a sí mismo lo que le pasa, esa sensación de inseguridad, como de caminar en el vacío, sin apoyos ni referencias, que siente mientras lee el periódico cada mañana. Porque hasta él, que acabó el bachiller a duras penas, se da cuenta de que en un Estado democrático nunca puede pasar nada tan grave como que los jueces lleguen a inspirar temor en los ciudadanos. Y así estamos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_