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La ciudad que no ha vuelto

El último día en Nueva Orleans, que fue un lunes, salí a mirar cómo se despertaba la calle. Eran casi las ocho de la mañana, acaso demasiado tarde para las ciudades agitadas, pero muy temprano para un lugar como el French Quarter, que tenía un aire somnoliento, un aroma en el que se mezclaban todavía los efluvios del alcohol con los vapores del desinfectante.

Lo que me imaginaba que iba a ver, lo vi. No encontré en realidad ninguna gran sorpresa. De las puertas de casi todos los establecimientos salían hombres pegando manguera. No era la época del Mardi Gras -en realidad, estuve allí hace un par de semanas-, así que en las aceras no había vómitos, condones o fragmentos de collares plásticos, como suele suceder durante el carnaval. Sólo los desperdicios más o menos comunes de una noche de domingo. Y los domingos, según me contó el guardia de un tugurio, suele haber más peleas porque hay menos mujeres. Yo misma presencié una bronca y constaté que los varones superaban por mucho a las jovencitas. Fue la noche anterior, en un tugurio parecido, donde pude contar apenas cinco o seis muchachas (incluyendo un alegre travestido, una mujerona de ojos verdes, con extensiones de cabello que le llegaban a las nalgas), mientras que los muchachos las superaban en proporción de tres a uno, o acaso más. Casi todos andaban entre los 18 y los veinte y pico. Y todos estaban borrachos. Excepto las jóvenes que repartían la bebida, y que lo hacían de esta manera singular: en una bandeja de laboratorio llevaban unos tubitos transparentes, del tipo que se usa para recolectar muestras de sangre. Pero, en lugar de sangre, aquellos tubitos contenían líquidos de colores que eran shots de ron, vodka o whisky. Por sólo tres dólares, la camarera tomaba uno de los tubitos, echaba la cabeza para atrás, colocaba el extremo cerrado en su boca y, con certera puntería, derramaba el líquido en la boca abierta del cliente. Luego escupía el tubito usado y seguía su camino por la pista de baile para vender otro, y otro, y otro más, hasta que se vaciaba la bandeja.

Acodada en el bar, me pregunté qué hubiera pasado con mi vida si para comer hubiera dependido de vender los tragos de esa manera. Admito que me hubiera tomado meses, acaso años, desarrollar ese instinto de hormiguita obrera que alimenta a la reina: darle de beber al otro sin derramar licor y sin que se me escape el tubo. Jamás vi nada igual, pero la verdad es que casi nunca aterrizo en tugurios. Tan sólo lo hice en Nueva Orleans porque necesitaba comprender, asimilar lo que había de impostado en ese júbilo; no el de los muchachos que hacen el ridículo saturados de alcohol, sino el otro, el de la gente que intenta convencerse de que lo que pasó, pasó: tres cuartas partes de la población está viviendo fuera, y de los 11 millones de turistas que recibían cada año, ahora sólo les llega una tercera parte.

Entre miles de 'camisetas-souvenir' con inscripciones de todo tipo, alusivas a las bandas de jazz, al Mardi Grass o a la Bourbon Street, no encontré una sola referente a Katrina. Las alusiones a la catástrofe son discretas y en lo posible optimistas, como los letreros que cuelgan en algunos comercios: "Luisiana recover rebuild rebirth". Otro aviso que abunda es éste: "Now open". Pero también vi varios establecimientos cerrados, con las vitrinas cubiertas de papel de periódico. Excepto uno de ellos, en la Rue Royale, en cuyo escaparate aún se exhibe una especie de vajilla sobre la que ha caído el polvo, las moscas secas, las arañas extenuadas. Alguien cerró la tiendita, se fue del French Quarter, y ni siquiera se tomó el trabajo de sacar los platos. Tampoco han roto el cristal para llevárselos. Es una de las pocas áreas donde no se produce vandalismo. Hay bastante presencia policial y todos los centros nocturnos cuentan con sus propios guardias privados. Aunque cuando quise recorrer a solas el cementerio más antiguo de la ciudad, que es el Saint Louis, mis anfitriones me lo impidieron. No es un lugar seguro y sólo se debe visitar en grupo, con guía turístico y escolta armada. Pensé que así no valía la pena mirar un cementerio, al menos como me gusta mirarlo, de tumba en tumba, hurgando en las edades de los muertos. Decidí no ir.

Aun antes de Katrina, la ciudad de Nueva Orleans había perdido muchos de los lugares emblemáticos que los más viejos conocieron, y otros soñamos con conocer, simplemente porque los habíamos visto en las películas. Antes de aquel lunes 29 de agosto de 2005, que fue el día en que entró el huracán, la ciudad ya no era exactamente lo que fue en el siglo pasado: calles repletas de tranvías, de clubes famosos, de históricos burdeles, con putas históricas también, arrogantes madames que le dieron gloria a la noche. Para mí, Nueva Orleans era Arturo de Córdova, lo cual suena estrambótico, pero no lo es del todo. El gran actor mexicano, en una de sus escasas incursiones en Hollywood, encarnó al dueño de un antro en el French Quarter: mesas de póquer, marejadas de bourbon y el jazz excelso a cargo de Louis Armstrong y Woody Herman. Es la famosa pero quizá olvidada película en la que Billie Holiday estrena esa canción: Do you know what it means to Miss New Orleans? Pues desde que la vi, hace siglos, cuando oigo decir Nueva Orleans es como si oyera decir: "Dios se lo pague", la frase que Arturo de Córdova nunca susurró en inglés, pero con qué talento endemoniado la dijo siempre en español. En la película, según recuerdo, el mexicano sostenía filosóficos diálogos con Armstrong. En fin, un nivel que desapareció no sólo allí, en Luisiana, sino en otros países y en el corazón del mundo. Ya no existen pinturas tan diáfanas.

Mucho antes de eso -la película es de los cuarenta-, a mediados del siglo XIX, Nueva Orleans era uno de los puertos bananeros más importantes del mundo; la capital internacional del algodón, con aquel dinámico Cotton Exchange que fue pintado por Degas y comentado por Mark Twain. Había trajín, gentío, vitalidad y astucia. Y en Rampart Street, por esa época y hasta bien entrado el siglo XX, pululaban los grandes, Armstrong de nuevo, pero también Jelly Roll Morton, el gran pianista, y otro genio que se llamó Edward Kid Ory, y al que una vez se le quedó el trombón en un taxi Pelícano -la empresa se llamaba así- y el taxista se lo devolvió esa misma noche envuelto en sabanitas de recién nacido.

Ese esplendor no existe: No existía ya antes de Katrina. En Storyville, el distrito rojo, se publicaba un librito azul. Era una guía para visitantes que se llamaba así, Blue book, un directorio de prostitutas y además de clubes para escuchar jazz. El librito se repartía en los hoteles, las estaciones de tren y en los muelles donde atracaban los atestados buques de vapor. Reinaba la lujuria, es cierto, una lujuria asumida como parte de la estética: del ritmo de la calle, la decadencia viva y el olor vagabundo del Misisipi, que por aquellos años era sensualidad mayor.

Desapareció hace décadas aquel barrio licencioso (que a la distancia se me antoja inocente; más que inocente, ¡santo!), y, con el paso de los años, otros genuinos lugares fueron desapareciendo. Ya a partir de los setenta, y hasta el último Mardi Grass antes de Katrina, los muchachos de las universidades cercanas invadían la ciudad durante el spring-break. Las jovencitas, después de bajar varios vasos de bourbon barato, subían a los balcones y mostraban las tetas. Los muchachos dormían donde los agarrara el sueño, copulaban donde los atacara el calentón y oían mucho más rock que jazz. Esos muchachos volvieron, aunque tímidamente, hace unos meses. Y supongo que se aprestan a regresar, en mayor número, al Mardi Grass que viene. Rincones legendarios como el Absinthe Bar o el Silver Slipper, entre otros, han dado paso a negocios globalizados, tienditas baratas para comprar collares de carnaval, tablillas fosforescentes o camisetas bobas, todo hecho en China. La delicada arquitectura del French Quarter apenas fue afectada por los vientos. Y el agua tampoco hizo estragos. De modo que está bien pasear, caminar tempranito por la Bourbon Street, agarrar por Toulouse y recordar que en ese punto se alzó el Opera House, donde casi todo se cantó en francés. El gallinero o paraíso estaba reservado para la gente "de color" y había palcos discretos para las damas embarazadas o las personas que guardaban luto. Hoy, en esa esquina hay un Ramada, imagínense. Y enfrente, un bar de daiquiris o algo por el estilo. Un emigrante mexicano sale a baldear la acera. Se dice que los emigrantes están sustituyendo a los obreros negros. Yo vuelvo por donde he venido, pero la ciudad no.

Tres horas en el Lower Ninth Ward no es un tiempo que se pueda medir en minutos o en segundos. No se mide en nada, es otra dimensión allí, otra sustancia. El reloj podría ser, no un reloj, sino la cortinita que aletea en la ventana. Vi varias aleteando a capella, movidas por el aire mudo. A la gente de Luisiana, y lo sé porque lo he visto en las películas, pero también por el catálogo de Sears, le encantan los visillos. Y los visillos sobrevivieron a la devastación.

Como el tiempo no es el tiempo, el reloj podría ser perfectamente un gallo. En la soledad de los barrios destrozados encontré un par de gallos que entraban y salían de las casas abiertas. Casi todas las casas conservan aquellos signos con los que los equipos de socorro avisaban de la presencia de un cadáver. Uno de esos gallos vive en el lugar donde encontraron a una persona muerta -¿quién, cómo, a qué edad, cuán espesa y oscura estaba el agua?- y a dos gatos. En torno a la espantosa X anotaban también a las mascotas fallecidas, y ahí dice clarito: "Two cats". Con mi tendencia a las preguntas sin sentido, más para mí misma que para mi guía, se me ocurre preguntar quién cuida de los gallos. Estoy sobrecogida y la respuesta me sobrecoge más: "Oh, ¿cómo que quién los cuida? Lléveselos si quiere".

Ha transcurrido más de un año y se diría que Katrina pasó ayer, si no fuera por la maleza, que empieza a comerse las aceras, los postes, los cimientos y hasta los escombros. Es la primera pregunta que uno se hace cuando se mete allí, en el corazón del desastre: ¿por qué no han empezado a arreglarlo? ¿Por qué no han recogido? ¿Por qué no han demolido lo que sea que tengan que demoler y ponen de una vez la luz y conectan el agua? La respuesta es que todavía no está decidido si demolerlo todo o intentar reconstruir. Con ese caos, sujeto aún por alfileres, es arriesgado dar corriente a los postes, por el miedo a incendios o explosiones.

Contados residentes han vuelto, muy poquitos, y colocan tráilers con generadores junto a sus antiguos hogares. Hay cuadras y cuadras donde no se ve un alma, sólo bandadas de cuervos sobre los troncos mal heridos, y los letreros que fueron vida: Melvin Barber Shop, H & W Drug Store, Lea and Perrin Hair Center, y así, un gimnasio, un bar, una tintorería, y hasta un colmado de sabor latino. Había bastantes iglesias en ese sector; templos chiquitos, casi artesanales, y otros de proporciones respetables, que se ve que contaban con buen número de feligreses. Algunos fueron abatidos, despedazados por la furia del agua. Otros flotaron como si hubieran sido fabricados para eso, para navegar cuando llegara el diluvio, y en el mismo instante en que bajó la marea cayeron como pétalos, cualquier lugar es bueno para afincar los huesos de la fe.

Una casa más o menos completa se posó sobre un camioncito que se las arregló para quedar con las ruedas al aire, como una cucaracha bajo un zapato colosal. Me acerco para mirar por dentro el camioncito y aspiro un mal olor que tiene un año, pero que igual podría tener un siglo. En algunos sectores todavía predomina el tufo. Recogieron los cuerpos, pero murieron muchas cosas. Murieron las neveras, por ejemplo, que formaban filas en las aceras, adonde fueron sacadas por los vecinos. Chris Rose, un periodista de Nueva Orleans, escribió unas cuantas columnas sobre el tema, agrupadas bajo el título de Life in the Refrigerator City. Luego del huracán, la gente tuvo que prescindir de las neveras, sí, pero también de su ritmo de vida, sus recuerdos y fotografías, y de las pequeñas rutinas y los pensamientos que nos hacen buenas o malas personas.

El escritor John Beguinet, que vivía en un barrio llamado Lakeview, redactó un melancólico recuento de lo que halló en su casa cuando se atrevió a volver, pero hay una imagen, la de sus libros flotando en el agua maloliente -ejemplares raros, o que significaban mucho para él, autografiados por autores importantes-, que me estuvo rondando todo el tiempo que pasé en Nueva Orleans, incluso en los ratitos buenos. Me rondó, sobre todo, en el bar del hotel Monteleone, que es el famoso Carousel a cuya barra se acodaron (sin sospechar del huracán, pero sospechando de todo y del final del mundo) William Faulkner, Tennessee Williams, Truman Capote… Las banquetas del bar tienen motivos infantiles, jirafas y monitos, y me da gracia pensar que las asentaderas de Faulkner, con lo taciturno que era, se inquietaron allí, entre whisky y whisky.

¿Qué falló, en definitiva, en Nueva Orleans?

Parece que falló, en primer lugar, lo que falla en todas partes: el sentido común. Fueron décadas de descuidar los humedales, los manglares y estuarios, y hasta las islas que conforman una barrera contra las grandes marejadas. Esas barriers islands estaban ya mermadas cuando llegó Katrina. Y la sedimentación natural de las costas, que se supone que constituye un escudo contra la marejada ciclónica, fue interrumpida, durante años, por los muros rompeolas que se colocaron aquí o allá, y que al fin y al cabo no protegieron la ciudad contra el mal mayor. A la ciudad tendría que haberla protegido su propia naturaleza, y la naturaleza fue violentada, se alteraron las riberas del lago y las del río. Aun cuando se les advirtió de la debacle que podía ocurrir, los políticos no movieron un dedo sino para proteger los intereses de las petroleras y otras grandes empresas que se asentaron en terrenos inundables.

En una tragedia de esa magnitud, las desgracias no han de venir solas. Vinieron también, cómo no, del brazo del Cuerpo de Ingenieros del Ejército. Hubo al menos tres roturas catastróficas en los diques que protegen las urbanizaciones adyacentes al lago Pontchartrain. Los especialistas aseguran que el agua, en algunos puntos, no pasó por encima de los diques, sino que se produjeron fisuras y derrumbes porque estaban mal construidos. En cuanto a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA por sus siglas en inglés), ya se sabe que rodaron cabezas. Recibieron con indiferencia, y hasta con burlas, las advertencias que, mucho antes de Katrina, hicieron los expertos, quienes vaticinaron la inundación bestial, las inmensas marejadas que forzaron el desplazamiento de cientos de miles de personas y la locura que generaría una ciudad bajo las aguas durante días y días y semanas.

A nuestro paso por Gentilly, otro sector afectado, el guía me pide que vea las marcas en las paredes de las casas que indican el nivel que alcanzó el agua. La gente se refugió en los áticos, y los áticos, en muchos casos, también se anegaron. Los que se habían quedado en la ciudad lo hicieron por motivos diversos. Algunos no creyeron que fuera a pasarles nada, pues nada les había ocurrido anteriormente. Otros eran tan pobres que no tenían un vehículo para huir. Y otros tal vez estaban persuadidos de que, con ellos en la casa, el agua no se atrevería a arrasar. Hubo personas que se quedaron por sus cuadros, sus muebles, sus fotografías, las chucherías que le dan sentido a la noche y a los sórdidos amaneceres de huracán. Y hubo quien se quedó por sus animales, porque no les permitieron llevar perros y gatos a los refugios.

Los gallos, quién sabe cómo, sobrevivieron. Pienso que treparon a lo alto de las ramas. Esperaron allí, picoteando las hojas. No todos, por supuesto. Sobrevivieron esos dos que vi recortados contra el hueco fantasmal de una puerta ya para siempre abierta, y por lo mismo, para siempre cerrada.

Por el camino de regreso al French Quarter, quizá para que se me quite el mal sabor de boca, el guía me pasea por la avenida Saint Charles y el Garden District. Por allí queda la casa del actor Nicholas Cage. Un periodista comentaba que, a pocas horas de pasar Katrina, le pareció un reconfortante signo de normalidad que un empleado del artista se entretuviera regando los jardines. Pero eso es otro mundo que no viene a cuento. Noté que hay unas cuantas mansiones a la venta, porque sus dueños también se van de la ciudad, es decir, se fueron. Si no están los pobres para comparar, debe ser aburrido ser tan rico.

Más tarde, a través de los cristales del bar del hotel, ese famoso Carousel de Tennessee Williams y de Truman Capote (que a saber cuánto se emborrachó en los caballitos), veo que empieza a llover. Me acuerdo entonces de los barrios desnudos y muertos. Allí una gota debe sonar a estruendo. Y me acuerdo, con nostalgia, de Blanche Dubois, la perfecta heroína de Un tranvía llamado deseo, que preguntaba esto: "¿Acaso no amas esas lluviosas tardes de lluvia en Nueva Orleans en las que una hora no es sólo una hora, sino un pedacito de eternidad que cae en nuestras manos?".

La respuesta es sí. A pesar de todo, la verdad es que sí.

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