Cisquella
Las baldosas de las aceras del paseo de Gràcia tienen un poder hipnótico sobre el paseante. Por más que levantes la cabeza y te esfuerces en mirar al cielo o a los ojos asustados de las mujeres enamoradas con las que te cruzas, siempre hay un momento en el que acabas fijándote en el suelo, atraído por la potencia del diseño gaudiniano. Para un visitante, ésa es una sensación agradable, pero para los barceloneses puede resultar agobiante. El día de San Valentín, paseando por la acera derecha del paseo con la intención de enamorarme de alguien (una mujer, a ser posible), sufrí una sobredosis de baldosa gaudiniana y me refugié en Vinçon, más específicamente, en la sala Vinçon, minisala de exposiciones. Creía estar a salvo cuando me di cuenta de que la exposición, que termina mañana, estaba dedicada al pintor Josep Cisquella, un valor consolidado en el mercado internacional del hiperrealismo. Y allí, justo delante de mí, había un cuadro precioso en el que podía verse la sombra de una farola modernista reflejada sobre una extensión de baldosas gaudinianas y con un título que no dejaba lugar a dudas: Passeig de Gràcia (ficha técnica: 200x270 cm, técnica mixta sobre tela).
La sensación de vértigo, curiosamente, desapareció, quizá porque, a diferencia de lo que ocurre cuando paseas por las aceras, el diálogo entre las baldosas se establece a una altura más natural y uno puede fijarse en los detalles sin necesidad de andar pisando lo que observa ni bajar la cabeza. Para certificar estas diferencias, apenas intuidas, salí corriendo al paseo, pisé unas cuantas y constaté que prefería ver las baldosas pintadas por Cisquella que pisar su versión original. Es, me temo, un signo de nuestros tiempos: nos resulta más cómodo e interesante la representación artística de la realidad que la realidad misma, aunque esta realidad sea, a su vez, artística. Regresé, pues, a la exposición. Sólo hay 12 cuadros, lo cual también puede interpretarse como un homenaje a los pequeños formatos. La idea de instalar una sala de arte en una tienda tan enorme y visualmente variada como Vinçon es un acierto. Todo parece ideado para dar continuidad a una sucesión de estímulos: 1) el paseo de Gràcia es un estímulo para Barcelona, 2) sus aceras son una forma de especialización visual dentro del mismo marco del paseo, 3) Vinçon actúa como un oasis comercial dentro de la monumentalidad del paseo, 4) para refugiarse y encerrarse en un paréntesis dentro de esta sintaxis comercial, la sala Vinçon ofrece otro reducto menor en el que, hasta mañana, pueden verse 5) unos cuadros que hablan, entre otras cosas, de un paisaje que está a muy pocos metros de donde se exponen. Son demasiadas coincidencias geométricas para pasarlas por alto.
Prescindiendo de los valores de la exposición relacionados con el efecto intimidatorio del azar, los cuadros merecen ser vistos por sí mismos. Además de las rugosas reproducciones de asfaltos y aceras transitadas, la exposición incluye algunas sombras de bicicleta reflejadas sobre muros erosionados en los que, a veces, aparece un anuncio de alguna marca de bebida alcohólica. En la breve nota informativa editada para la ocasión, leo que Cisquella practica "un hiperrealisme matèric amb materials sintètics". Suena a sustancia psicotrópica extraterrestre pero define bastante bien la naturaleza, más viva que muerta, de unos cuadros que producen en quien los mira el primario e inconfesable deseo de tocar la tela, violando así uno de los más sagrados mandamientos del arte.
En el libro catálogo que también puede adquirirse en la sala (17 euros), titulado Touching reality, se dicen cosas más profundas, sobre todo en los textos de Andrés Trapiello, Jordi Gracia y Josep Maria Cadena. Hay una cita de Rusiñol sobre las bicicletas que desengrasa la retórica propia del género del comentario reflexivo sobre la actividad artística. Lo peligroso de escribir sobre arte es que, por muy bien que lo hagas, nunca consigues ser tan directo como lo es el cuadro cuando te sorprende con su composición o la elección, basada en un perverso equilibrio entre lo profundo y lo irónico, de la imagen retratada: el detalle oxidado de un buque ancorado en el puerto (el cuadro es un atajo; el comentario es un circunloquio). Puedes, por supuesto, verbalizar el efecto que producen estos cuadros: una concatenación de reflexiones admirativas que incluyen la curiosidad por la técnica empleada y, al mismo tiempo, el deseo de compartir el buen gusto por los temas elegidos. Y al salir de la sala, cuando crees que ya tienes una dosis de Cisquella suficiente para enfrentarte a las auténticas (y algo enfáticas) baldosas de Gaudí, entonces descubres un cuadro inesperado, situado encima de la escalera de salida, que retrata una urbana escalera mecánica. Y entonces, en un último intento por estar a la altura, te callas y dejas que tu pensamiento ascienda siguiendo el movimiento, mecánico en apariencia, pero tan irónico, útil y metafórico como las sombras de unas bicicletas.
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