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La nostalgia y la razón

José Antonio Martín Pallín

"Oigo, patria, tu aflicción"

(Oda al Dos de Mayo)

La España imperial presa del pasado y la melancolía reaccionó con tristes lamentos ante la invasión de las tropas napoleónicas. Muchos, como el pueblo llano, se alzaron, con orgullo y pasión, ante la presencia de tropas extranjeras en nuestro solar patrio. Las clases tradicionales temían más las ideas de la Revolución Francesa, por las molestias o pérdidas de privilegios que les pudiera ocasionar su arraigo.

Don Miguel de Unamuno tuvo razones para exclamar que le dolía España. Soportó en su peripecia vital la voz de las cavernas que rugieron "viva la muerte" y "muera la inteligencia". No alcanzo a comprender los motivos de la eterna derecha y de sus acólitos para que permanentemente se les rasguen las costuras del alma cuando la marcha imparable del progreso cuestiona sus dogmas inflexibles.

La patria no está afligida y empieza a cansarse de los eternos lamentos de los que preferirían el triste tañido de la campana y el estruendo del cañón.

Somos tributarios de nuestro pasado y debemos saber asimilarlo. Por razones que no pueden ser desconocidas, heredamos una situación convulsa. El despegue económico de algunas zonas periféricas, adelantadas de la revolución industrial, fue desgraciadamente acompañado por cánticos banales que primaron la búsqueda de raíces con la tierra, sin mirar al horizonte que se abría ante sus ojos.

Los puntos de referencia tradicionales: la religión católica, la unidad territorial, los valores caducos del pasado, las costumbres y las señas pretendidamente identitarias, se han visto acompañados de nuevos horizontes y expectativas.

Ochocientos cuarenta millones de personas, según datos de la última feria del Fitur, se han desplazado por el mundo llevando su propia identidad para fundirla con los países visitados. Lo harán varias veces en su vida.

Los espacios del conocimiento son prácticamente infinitos. Toda la información, y parte de la ciencia, están a nuestro alcance en la red. Los mensajes se entrecruzan. Cada uno aporta sus ideas o simplemente se desahoga contra aquello que muchas veces ignoran porque no quieren conocerlo o contrastarlo. Nada es único, todo es global.

El mundo nos visita cada día en las pantallas que se han incorporado al decorado inseparable de nuestras casas, lugares de trabajo y ocio. Nos acompaña en los portátiles, como me sucede en este momento, en un tren camino de Madrid. Cuando llegue a mi destino, el mundo de la comunicación me estará esperando enlatado en las bobinas de los telediarios.

A pesar de las mareas callejeras, el país late por otros rincones. Está en las vidas de los que pasan del ruido y el bullicio, porque tienen otros objetivos y muchas incertidumbres. Los gritos que normalmente se corean en las marchas son simplones y pobremente versificados.

El poeta de la Guerra de la Independencia sigue siendo fuente de inspiración para los dolientes ciudadanos que encarnan y dan masa a las catástrofes que se predican desde púlpitos radiofónicos, diarios ensimismados en sus tesis o televisiones unidireccionales.

Se esgrimen las banderas como símbolo o remedio de las carencias dialécticas para afrontar una situación que dura cuarenta años y que tiene sus raíces en pensamientos de antaño que les parecen más cercanos a los manifestantes enfervorizados del presente. Para ellos el diálogo, con gran escándalo de Sócrates y Platón, es signo de traición, debilidad y vileza. Es más sencillo azuzar los miedos vociferando y pidiendo el exterminio de los asesinos como si se tratase de la caza del zorro.

Las estrofas funerarias, las tumbas, las invictas arrogancias de las glorias del pasado, los clamores de venganza y guerra, se encarnan en los nuevos patriotas que equiparan a una banda de asesinos con el ejército invasor de Napoleón.

La izquierda de este país ofreció una imagen de tolerancia admitiendo compartir himnos y banderas que no eran las suyas. Los depositarios de pasados reaccionarios se apoderan de símbolos que deberían ser de todos y que será difícil compartir si se esgrimen como arma arrojadiza y como símbolo de autoafirmación, ante la carencia de otras razones y argumentos.

El peligroso colofón lo puso el que tuvo la genial idea de reforzar su impotencia dialéctica tapándola con la música del himno nacional. No escarmientan ni aprenden de la historia, no saben en qué siglo viven. Siguen empecinados en considerarnos a los demás como ajenos a esa extraña españolidad de zaragatería y pandereta. Por lo visto, tienen la exclusiva de la marca hispana. O aceptamos sus planteamientos o no somos españoles. Nos empujan hacia un exilio interior que afortunadamente no sentimos en el alma ni en nuestro entorno. No sé si seremos personas de bien pero somos solidarios, tolerantes, inquietos por analizar otras formas de hacer política, abiertos a la Europa de Sarkozy, Ségolène y Merkel, trabajamos por mejorar nuestro país y por desarrollar la comprensión y la convivencia. Tenemos dudas y somos conscientes de nuestros errores. Procuramos no encerrarnos en la displicente arrogancia de los que disfrutan de la verdad absoluta. Nuestras escasas seguridades y certezas son el producto de la reflexión individual y colectiva. No creemos en la ortodoxia rígida de las consignas y procuramos difundir el debate como método de análisis de la realidad y como posible fuente de soluciones.

Nosotros, los heterodoxos, no reconocemos esta agrupación de personas que pretende apoderarse de la patria, acostumbrados como sus mayores y sus amos a disfrutar en exclusión de sus tierras.

Recomiendo la lectura de la Oda al Dos de Mayo que aprendimos en los colegios ortodoxos de nuestra infancia. Teniendo en cuenta que en aquellos tiempos éramos un país invadido, creo incluso comprender el ardor e inflamación patriótica de su autor, por cierto un republicano.

Miro a mi alrededor, converso con los amigos y compañeros, visito universidades y foros, me reúno con personas maravillosas que dedican su tiempo libre a paliar los efectos de la droga, recuperar delincuentes para la sociedad, ayudar a los menores, formarse en la Universidad para la lucha feroz por el puesto de trabajo, que estudian idiomas, que conocen las realidades de otras democracias y las costumbres, cada vez mas homogéneas, de sus congéneres.

Muchos españoles no sentimos aflicción por las glorias perdidas sino por la falta de oportunidades de futuro para los jóvenes. No esperamos nada de la nostalgia, confiamos todo a la fuerza de la razón. Es imprescindible para afrontar los problemas inaplazables como el desarrollo racional y sostenible, la conservación del medio ambiente, controlar el cambio climático y sentirnos solidarios con las generaciones a las que pertenece el futuro.

No es el momento de retomar el triste concierto que forman, "tocando a muerto, la campana y el cañón". La memoria es inseparable de la vida. No merece la pena utilizarla para congelar las ilusiones o refugiarnos en aflicciones del pasado.

José Antonio Martín Pallín es magistrado emérito del Tribunal Supremo.

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