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Reportaje:

El joyero que dibuja

Rafael Munoa ejemplifica una vida dedicada al arte en todas sus expresiones, desde la platería a la pintura

RAFAEL MUNOA vive con pasión el dibujo y a partir de ahí hay que enfocar, según él, toda su vida, desde su trabajo como joyero, hasta sus colaboraciones en la histórica revista La Codorniz, sin olvidar su dedicación a la pintura, el estudio de la platería o sus informes como tasador de obras de arte, por citar algunas de las dedicaciones de este personaje poliédrico, profundo conocedor de las corrientes artísticas del XX y de sus protagonistas. Experto en el mundo de las antigüedades, miembro de la Spanish Society, este donostiarra de pro, quizá una de las personas de todo el mundo que mejor conocen la historia de la platería española, es además un testigo atento del devenir de su ciudad.

El recorrido vital de Rafael Munoa (San Sebastián, 1930) resulta de película, aunque él mismo no dé importancia a su apasionante vida cuando la recuerda en su joyería de la donostiarra calle Aldamar, que ahora regenta su hijo Claudio. "Ya se sabe, una cosa te lleva a la otra", explica, aunque, eso sí, "la madre del cordero es la afición al dibujo". Y así, aquel comienzo joyero en la San Sebastián de los largos veraneos de la burguesía y aristocracia españolas, las comidas con Jorge Oteiza, sus exposiciones de pintura, las colaboraciones en La Codorniz, la visita a los pecios de unos galeones invitado por la casa de subastas Sotheby's, el reconocimiento de su competidora Christie's o su reconocimiento mundial como uno de los mejores expertos en platería española no son más que pasos en su vida.

El joyero donostiarra lo explica con sencillez: "Como en las tiendas de los pueblos, en las que lo mismo venden unos calcetines que una azada, aquí te veías obligado a hacer de todo. No podías tener una especialidad". Él contó con algún incentivo familiar en aquel San Sebastián de la posguerra: sus padres, joyeros también, y su tío, tasador del Monte de Piedad, de quienes heredó ambas ocupaciones. "Esto me vino muy bien, porque en una ciudad tan pequeña no ves cosas de interés, pero gracias a nuestro trabajo hemos podido descubrir piezas únicas, que se convierten luego en una referencia", destaca.

Y luego, la pasión por su oficio. "Siempre nos ha gustado la profesión. Hoy sólo priva el comercio y las marcas, pero los oficios con todas sus derivaciones, eso ha desaparecido", lamenta, mientras recorre el taller en el que se afanan en construir un bello collar de oro blanco. "Somos de los últimos que conservamos esa tradición. Hasta fotografiamos las joyas con el fin de que se recuperen cuando alguien las pierde".

Munoa no se olvida del contexto. Sería imposible entender su vida sin su ciudad natal: "Me crié en una San Sebastián que era capital de España la mitad del año, así que tuve la suerte de acceder a unos conocimientos y trabajar a un nivel que no hubiera adquirido en una ciudad de una población similar. Y luego estaba Balenciaga, al que le hacíamos los arreglos, con lo que también te ibas a París y conocías la moda de la capital francesa".

No hay que dejar de lado la buena fortuna, que le llevó a Madrid con 23 años, antes de atender la joyería, para residir en el apartamento de los hermanos Buñuel. "Éramos tan jóvenes que no valorábamos lo que teníamos allí, revistas como la famosa Minotauro, cuadros de Miró y Picasso, de Vázquez Díaz". Munoa mantenía relación con el mundo artístico de la ciudad, al mismo tiempo que colaboraba en La Codorniz. Con Antonio Saura se fue a París por vez primera y de aquellos años es una foto que le hizo su hermano Carlos. "Los dos eran grandes artistas, pero el director de cine, Carlos, era más trabajador que Antonio, el pintor", recuerda el autor de la Enciclopedia de la plata española y virreinal americana.

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Esta enciclopedia surgió precisamente del amor al arte, con sus amigos anticuarios Jorge Rabasco, de Vitoria, y Alejandro Fernández, de San Sebastián. "Al contrario que en Francia o Inglaterra, en España no había documentación sobre la plata, con toda la importancia que ha tenido en su historia y en la de las colonias americanas". Comenzaron así una aventura que les llevó nueve años de trabajo paralelo a sus ocupaciones. Recorrieron toda España en busca de cualquier rastro de platería, de los principales museos a la última parroquia. El libro rescata el trabajo de unos 7.000 plateros y recoge más de 3.500 medidas de peso, además de las señas de una pieza artística: los punzones o sellos del platero, ciudad, fiel y año de fabricación.

Una obra ciclópea que casi se queda sin publicarse. "Yo había realizado ilustraciones para Aguilar, para cuentos infantiles. Entonces se comprometieron a editar nuestro trabajo, pero poco antes de entrar en imprenta, la editorial suspendió pagos". Tras varias tentativas fallidas porque la edición era muy costosa y las editoriales no veían el proyecto, o por la negativa del Gobierno autónomo a financiar una obra que no fuese estrictamente vasca, Munoa, Rabasco y Fernández publicaron finalmente el libro por su cuenta.

"Lo presentamos en el Salón de Anticuarios de Madrid de 1984 y fue un éxito. Hasta el Rey nos concedió una audiencia para felicitarnos por el trabajo. Christie's lo incluyó en el catálogo que enviaba a todos sus suscriptores", resume el joyero. De ahí a agotarse dos ediciones que llegaron a las principales bibliotecas y coleccionistas del mundo, no faltó nada. Recuperaron parte de su inversión y recibieron el reconocimiento merecido. Sin embargo, Munoa resume: "Ya sabes, una cosa te lleva a la otra".

Los años de 'La Codorniz'

Rafael Munoa recuerda los comienzos de La Codorniz: "Además de la atracción del veraneo, muchos dibujantes, periodistas, escritores y humoristas de Madrid vinieron a San Sebastián cuando entraron las tropas de Franco, como Miguel Mihura, Tono, Enrique Herreros. Luego, aquí vivían Álvaro de Laiglesia o Chumy Chumez, con el que estudié dibujo. Y, claro, en una ciudad de 60.000 habitantes todo el mundo se ve y así comienza a fraguarse el núcleo de esta publicación y mi relación posterior con ella".

Pese a lo que se pueda creer, la redacción de La Codorniz no era una fiesta continua. "Al final, había que sacar la revista todas las semanas, con lo que el ritmo de trabajo era el de una publicación periódica al uso", precisa. "Luego, eso sí, lo pasábamos bien, todo hay que decirlo, en las reuniones informales, en las comidas y demás, donde reinaba un espíritu de concordia, que no existía en otros sectores de la sociedad en aquella posguerra", añade.

El artífice de ese entendimiento fue el propio director de la publicación, Álvaro de Laiglesia. "Él, que había sido falangista, valoraba al ser humano; por ejemplo, Perdiguero, el redactor jefe y su hombre de confianza, era un republicano conocido; no en vano llevaba encima dos penas de muerte", explica el joyero donostiarra.

Sobre el arte contemporáneo prefiere no hablar quien compartiera momentos de creación, tertulias y vivencias con los hermanos Antonio y Carlos Saura, con Eduardo Chillida o con Jorge Oteiza. "Me parece un puro cachondeo, un show, correspondiente a este mundo del consumismo efímero. Yo ya me he retirado un poco a los ámbitos que conozco y me mantengo en las líneas estéticas que me han interesado siempre", concluye.

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