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Columna
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Heroínas

Se celebró hace 10 días una conferencia internacional en Jerez para hablar de la contribución de los hombres a la igualdad sexual. Ana Huguet recogía en estas páginas una de las conclusiones de los reunidos: los hombres son demasiado cómodos, deberían superar la comodidad. Es fastidioso el trabajo hogareño, la limpieza, el planchado, esas cosas física y mentalmente aburridas. Pero los hombres, además de tender al mínimo esfuerzo, suelen ser abusivos, y dejan que las molestias de la casa las aguante la persona con la que viven. La inmensa mayoría de los hombres dice no haber planchado nunca.

Veo difícil dejar la comodonería. Por desleales que seamos, la fidelidad a nuestras costumbres es férrea, sobre todo la fidelidad a lo agradable, al agradable no hacer nada. Yo, de acuerdo con la asamblea de Jerez, añadiría algo a sus conclusiones: creo que también las mujeres deben superar la comodidad. Estoy pensando en un caso real, reciente, sucedido en el domicilio de una señora de profesión liberal, que se define a sí misma como feminista, muy vehemente en la expresión de sus ideas.

"Cariño", le decía su marido, que parecía no saber el nombre de pila de su compañera de vida, "trae más pan". "Trae más vino". Trae más. La señora obedecía mientras los hombres platicaban la copa y la tapa. Uno se ofreció a levantarse y fue muy amablemente retenido, no por la señora, sino por el marido mandón. ¿No hubiera resultado incómodo que la señora feminista se hubiera opuesto a los decretos maritales, tan apacibles y benéficos, pan y vino para todos en la tarde feliz?

Recuerdo a algunas jóvenes de los años setenta, amigas mías, niñas de colegio monjil e hijas de familia numerosa, familias de universitarios, estupendas familias. Mis amigas aprendían a ayudar en la casa cuando hacía falta, fregar y esas cosas. Sus hermanos estaban libres de tales obligaciones. Mis amigas tenían que hacer la cama del hermano, lavarle el plato. Se negaban. Recibían regañeras, castigos, tortazos, niñas díscolas, incómodas. La ley de entonces consagraba la desigualdad entre mujeres y hombres. Había hermanos que se unían a sus hermanas enemigas de la ley vigente, pero también conocí hermanos que colaboraban con su padre y su madre en la persecución de la niña.

Alguna vez, hablando con amigas de hoy, me acuerdo de aquellas heroínas adolescentes para siempre admirables. La responsabilidad del mantenimiento de la igualdad entre mujeres y hombres no depende siempre de machos comodones. Depende también del sometimiento de muchas mujeres por comodidad o por mala costumbre. A Lourdes Lucio le decía el otro día en este periódico la sindicalista de UGT Marilola Gavilán que los empresarios son machistas y retrógrados. Seguramente lo sean. Pero, si es verdad que se firman convenios con distinto sueldo para mujeres y para hombres, los representantes sindicales son tan machistas y retrógrados como los empresarios.

Unos y otros cometen un delito castigado por el Código Penal, que manda a la cárcel a quienes discriminan por razón de sexo. El Código Civil establece que el marido y la mujer son iguales en derechos y deberes. La desigualdad es ilegal. No creo necesarias leyes de excepción permanentes que, con el pretexto de querer evitarla, confirman como natural y eterna la desigualdad histórica de las mujeres. El cumplimiento estricto del Código Civil y del Código Penal vigentes valen para perseguir abusos.

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Hay una comodidad que deberíamos abandonar hombres y mujeres: la costumbre de echar la culpa a otro de nuestro modo de vivir voluntario. Nadie tiene la culpa de nuestras decisiones. Convivir con alguien es, por el momento, un modo de existir libremente elegido y asumido, día a día, controlando lo que se hace, bueno o malo. No puedo culpar de mis decisiones más cotidianas a la maldad ajena, masculina o femenina. Prefiero asumir la responsabilidad de lo que hago y aguanto. Si la coacción existe, ya es otra cosa: un caso para la justicia.

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