Ruido
La suspensión cautelar de una parte de los festejos que tradicionalmente se realizan en Tenerife con motivo del carnaval, decisión adoptada por un magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, en respuesta a la demanda de siete comunidades de vecinos y nueve particulares, ha causado perplejidad y consternación a la mayoría de la ciudadanía y, suponemos, al sector turístico. Si una decisión judicial causa perplejidad a los más, es que algo falla. El sentido común, por ejemplo. A nadie se le escapa la proclividad ciudadana al griterío, como tampoco es novedad el incremento de los decibelios desde que se inventaron los vehículos de tracción mecánica. Quienes viven en las proximidades de los aeropuertos son conscientes de lo molestos que resultan; o pared con pared con familias en las que la bronca ha sustituido al amor, o los que tienen un colegio enfrente de su casa, o los que trabajan en un taller de chapistería, etcétera.
Se podrá alegar que la suspensión atañe sólo a unas fiestas y no a la actividad laboral. Cabría añadir que lo que acentúa los efectos perjudiciales del ruido para la salud es, precisamente, su carácter cotidiano. El alcalde tinerfeño ya señaló el "peligrosísimo precedente" que podría sentar la suspensión de los carnavales en las fiestas de España, advertencia que recogió con presteza el alcalde de Sevilla al admitir que en la Semana Santa de su ciudad "no se cumplen algunas normativas, pero hay momentos especiales que forman parte de la personalidad de una ciudad". Sorprendentemente, ninguna autoridad de la cuenca Mediterránea ha dicho esta boca es mía. Quizá las mascletás, los moros y los cristianos no se dan por aludidos.
Los dignos magistrados deberían esforzarse aún más en divulgar la normativa vigente. La ciudadanía se lo agradecería.
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